Sólo un San Sebastián tan pagada de sí misma como para presuponer que existen todos los años candidatos susceptibles de recibir un galardón por su trabajo en pro de la ciudad a cambio de nada cree que puede permitirse el lujo de que se borren de un plumazo setenta años de historia colectiva sin preservar siquiera el topónimo.
Sucedió con el viejo campo de Atocha, pero ahora, un colectivo de aficionados trata de recuperar para la nueva plaza el buen nombre del viejo campo. El guante lo ha recogido el candidato del PP, Ramón Gómez Ugalde, que definitivamente se perfila ya como el rival de Elorza más rápido en desenfundar.
De producirse, habría que situar la devolución del nombre de Atocha al enclave en el contexto de eso que se llama proceso de normalización democrática, dado que la denominación de plaza de Iru Txulo no la conocen ni los mejores taxistas de la parada del Boulevard.
Entiéndase bien: no se trataría de un ejercicio de nostalgia, ni siquiera en el caso de que el cambio de nombre se rematara con la instalación en la plaza de una de las porterías del viejo campo, a modo de monumento evocador y que no tardaría en ser pasto de los vándalos. De hecho, hay que huir de la tentación de mitificar a los fantasmas y el hueco que dejaron. Sólo desde alguna variedad de la coprofagia se puede añorar el irreductible tufo que emanaba de sus váteres, apenas sofocado por el aroma de los puros de tribuna.
No obstante, cuando se pasó de Atocha a Anoeta, por el camino se ganaron unas pistas de atletismo y, a cambio, se perdieron una colección de gestos que, en esencia, constituyen lo que queda de Atocha.
Por decirlo de otra manera, no es lo mismo llegar al campo hora y media antes del inicio de un partido que contemplarás de pie -en su caso, prórroga y penaltis incluidos-, que aterrizar en tu localidad a la hora en punto para presenciar sentado el -es un decir- espectáculo. A partir de ahí, puede que lo que suceda en el campo sea parecido, pero se operan cambios radicales sobre la actitud de quien lo contempla. A la larga, sobre su carácter.
Aquella espera también terminaba dejando un poso estético: cuando el artista Ai Weiwei llenó la Sala de Turbinas de la Tate Modern Gallery de Londres con un millón de pipas de girasol, la instalación resultó tan original que la única referencia previa que encontré fue el estado en el que quedaban los fondos de Atocha después de cada partido.
Para entrar en Atocha sin entrada -al menos, sin la correcta-, había mil y una maniobras asociadas a la picaresca. Luego, una vez dentro, los niños tocaban la espalda de López Ufarte cada vez que se apoyaba contra la verja para sacar un córner, quién sabe si con la esperanza de que se les pegara algo del ‘chaval’, bien en la zurda, bien en la diestra (a la vista de lo sucedido en los años siguientes, es dudoso que el truco funcionara).
Supe que la Real había cambiado el día en el que vi que jugadores de las categorías inferiores del club se apostaban junto a las taquillas de Anoeta para revender los pases que les proporciona el club. En efecto, también ellos son la generación mejor preparada de nuestra historia, aunque no necesariamente para jugar al fútbol.