Detrás de toda gran catástrofe siempre hay una pirámide jerárquica basada en la obediencia ciega. Las conclusiones de la auditoría realizada al FMI sobre su inoperancia frente a la crisis no difieren un ápice a las extraídas en su día sobre la actuación de los servicios secretos estadounidenses en el 11-S.
Tanto si los grandes bancos practican el ‘puenting’ hipotecario con medio país como si un grupo integrista se adiestra en escuelas de vuelo estadounidenses en el arte de estrellar aviones contra edificios no es porque sean actividades indetectables, sino debido a que constituyen informaciones intransmitibles por su extremada delicadeza.
La auditoría demuestra que a pesar de su fama, el Fondo es muy humano en el fondo, valga la expresión capicúa. Incomunicación entre departamentos, batallas internas, y una combinación de laxitud con el fuerte -Estados Unidos- y rigurosidad con el débil -los países emergentes- caracterizaron su funcionamiento en los días previos a la crisis.
El cuadro se completa con la autocensura como práctica habitual. No es que el hundimiento bancario no se viera venir. Simplemente, quienes lo sabían prefirieron guadárselo para sí mismos ya que en términos de subordinación, la discreción es la cualidad más valorada.
Jefes autistas requieren de subordinados introvertidos. Toda estructura jerárquica exige una cúpula preclara y una base ‘yihadistas’, más fanatizada cuanto más cerca se sitúe de la punta de la pirámide. Su fe en el liderazgo entendido como monólogo se puede cuantificar en el número de veces que repite la palabra “amén”.
Los planes se trazan arriba, pero se ejecutan abajo. La discrepancia y la disidencia son considerados rasgos propios de sociedades preindustriales y la expresión de objeciones, un revelador síntoma del espíritu saboteador que anida en el interior del hereje.
A pesar de todo lo escrito hasta aquí -o quizás como prueba irrefutable-, hay que admitir que el grupo auditor independiente del Fondo Monetario Internacional tiene toda la razón en sus conclusiones, lo cual nos obliga a reconocer el gran acierto en el que incurrió la cúpula del FMI al encomendarle la tarea. Los clásicos lo expresaron con más nitidez: “El jefe siempre tiene razón” y con esta frase se cierra siempre cualquier círculo.