La muerte de Santi Santamaria nos recuerda la necesidad de aprovechar la vida a fondo a la hora de forjarnos un núcleo de enemigos de una cierta calidad porque de lo contrario, tras el óbito, éstos serán los primeros en cubrirnos de halagos aprovechando que ya no podemos defendernos.
Ante el riesgo de que la desaparición de ‘Operación Triunfo’ alumbre una recua de plañideras conviene adelantarse a los acontecimientos y recordar una vez más que detrás de semejante formato sólo puede latir un odio sordo y generalizado hacia la música.
Cuando Jimi Hendrix sentenció que para saber si una canción era buena, bastaba con ver si funcionaba con los niños, no sólo evidenciaba hasta qué punto las drogas nublan el buen juicio, sino que se estaba anticipando en tres décadas a la progresiva degradación del buen gusto social, terreno en el que a la infancia siempre le toca ejercer de vanguardia .
A diferencia de ‘Gran Hermano’, que no se adelantó a la propia legislación al vetar el tabaco incluso tras el coito y alumbró a toda una generación de tertulianos sin nada que decir, pero mucho que gritar, ‘Operación Triunfo’ ha fracasado como fábrica de cantantes al recurrir como materia prima a mercancía averiada de fábrica.
Su mayor error no fue buscar talentos en la creencia ciega de que Bisbal y Bustamante lo eran, sino en su empeño por simular que enseñaba a cantar a quien ya perpetraba repertorios completos en bodas y cruceros, lo máximo a lo que podía aspirar bajo cualquier criterio basado en las destrezas interpretativas.
Dos millones de aficionados al karaoke han resultado tan insuficientes para sostener ‘Operación Triunfo’ como los 5.000 inversores de Ruiz Mateos para salvar Nueva Rumasa. Detrás de todo fraude siempre hay dos o más incautos. El impostor se limita a devolverlos al estante que les corresponde. Dice Ruiz Mateos que si creyera en su insolvencia se pegaría un tiro. Confiemos en que no lo haga. Dada su puntería, las víctimas del disparo se contarían por decenas.