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Alberto Moyano

El jukebox

Póngame un poco de todo

El ciudadano occidental se ha convertido en un malabarista al que cada día le resulta más difícil mantener todas las pelotas en el aire. Por eso, cuando una o varias caen al suelo, las patea con rabia. Si Holllywood extendió el hábito de fumar, qué decir de la masiva siembra de una moral insobornablemente infantil.

El ejemplar estudiado se caracteriza por un ecologismo tan radical como platónico, extremo que le impide aceptar la energía nuclear y, sobre todo, las centrales que la generan. No obstante, jamás renunciaría voluntariamente al gas y a la electricidad, lo que obliga a su gobierno, elegido democráticamente, a recurrir al mercado internacional, en donde para conseguirlos se verá obligado a negociar con sátrapas de todo signo.

El ciudadano occidental, que tiene un elevado concepto de sí mismo, es especialista en mirar hacia otro lado o incluso hacia ningún lado, siempre y cuando el tirano que suministra el combustible de su coche o que alimenta su calefacción tenga el decoro de no salpicarle la pantalla, sea la de de la televisión, sea la del ordenador.

En ese caso, exigirá que las Fuerzas Armadas de su país -a cuyo sostenimiento se opone firmemente por considerarlo un derroche intolerable, amén de una afrenta a su pacifismo rampante-, actúen en ese país extranjero para que ponga fin de inmediato a tanta tropelía, derribe al sanguinario dictador y proteja al pueblo inocente.

Por desgracia dadas las circunstancias, el Ejército patrio no siempre suele estar en disposición de defender el territorio nacional, no digamos ya de actuar en el exterior. Y en este punto, el que ciudadano occidental ha alcanzado tal punto de indignación humanitaria que incluso llega a exigir el concurso de  las tropas extranjeras en general y estadounidenses en particular, dejando en un segundo plano su innegociable anticolonialismo, con motivo de tan señalada ocasión.

En este contexto de arrebato generalizado, la legalidad internacional también suele quedar relegada a la condición de ornamento. Así, el mismo ciudadano occidental se permite denunciar la ilegalidad de la guerra de Irak y simultáneamente, exigir de forma taxativa el bombardeo de Serbia, por mucho que ni en un caso ni en otro haya autorización por parte de la ONU.

El ciudadano occidental se siente culpable, pero se sabe inocente. Por encima de todo, están la bondad y el derecho inalienable a sentirse reconfortado. Su reino no es de este mundo. Además, la contradicción es la partera de la historia y, en caso de duda, sabe que la culpa es de los hipócritas del gobierno, que dicen una cosa, hacen otra y jamás cumplen lo prometido.
 


febrero 2011
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