Desde que el profesor Fukuyama decretara “el fin de la historia” allá por 1992, los acontecimientos no han cesado de precipitarse. El eminente politólogo estadounidense debería haber sospechado de lo erróneo de su diagnóstico cuando necesitó un libro de más de 400 páginas para explicarlo, en lugar de los 140 caracteres preceptivos. Ya lo dijo alguien: la vida es algo que sucede mientras los expertos escriben sesudos informes.
Libia demuestra que el papel de internet en las revueltas árabes está sobrevalorado. Una rebelión puede triunfar sin redes sociales, pero lo tiene mucho más difícil a la hora de conseguirlo sin Al Jazeera. Y si Facebook ha servido de mecha, el detonador siempre ha sido la comparecencia televisiva del tirano de turno.
En el caso concreto de Libia, la alocución del hijo de GaGafi fue determinante, aunque conviene no ser excesivamente severo con el joven. Al fin y al cabo, si bien es cierto que se ha educado en los mejores colegios, también lo es que procede de una familia, antes que nada, disfuncional cuyo padre acostumbra a miccionar en el salón durante las cumbres de la Liga Árabe.
Lo peor de vivir en un país en el que sólo está autorizada una opinión es que, por lo general, ésta suele ser disparatada. Intentar dirigir un país desde presupuestos basados en que Washington y Al Qaeda se han confabulado para derribarte, en contubernio con las televisiones que dirige el diablo constituye una prueba irrefutable delocura, por mucho que la sustitución de CNN+ por ‘Gran Hermano 24 horas’ alimente las peores hipótesis.
Cuando GaGafi pronuncia sus discursos televisivos confunde los formatos porque se cree que está actuando para la televisión cuando en realidad lo está haciendo para el cine documental, algo que, por otra parte, ya le pasó antes a Ceaucescu.
Sus comparecencias públicas, con los escombros de su antiguo palacio como fondo, siembran la duda sobre si los americanos bombardearon su cara y el cirujano se ocupó de la reforma del edificio o fue justo al revés. En todo caso, la una no desentona con la otra, entendidas siempre las dos en un contexto de devastación.
En su infinita modestia, GaGafi no se cree Napoleón, sino que está convencido de que era Napoleón el que se creía GaGafi. La prueba definitiva de que el coronel está loco no radica en su peinado, ni en su fondo de armario, sino en su pública disposición a limpiar “casa por casa” todo el país. Vamos, que este hombre no se ha ocupado de las tareas domésticas en su vida.