Alguien lanzó la ocurrencia de que «San Sebastián corre el riesgo de convertirse en una ciudad de viejos» y la especie hizo fortuna. «Un geriátrico», han apostillado los más entusiastas.
La idea se levanta sobre la teoría de que la ciudad ha expulsado de su territorio a sus mejores hijos, aunque los exégetas de esta teoría nunca han terminado de concretar a dónde se han dirigido los exiliados, más que nada, por aquello de disfrutar de semejante caudal de vitalidad que al parecer florece en alguna parte sin que nos hayamos enterado.
Todo esto huele a cortina de humo. Frente a las incontables amenazas demográficas que nos acechan, apelar a la vejez que a todos nos aguarda suena a señuelo.
Por ejemplo, resulta infinitamente más preocupante, no ya la invasiva proliferación de hijos únicos, sino su inevitable precuela: los ‘padres únicos’. La categoría no es estricta: como tipología, hay padres de hijos únicos con una amplia descendencia y también sucede al revés. Digamos que es más un estado de ánimo que una cuestión numérica.
En cualquier caso, por separado, resultan temibles, pero juntos son pavorosos. Si los primeros denotan una inocencia salvaje aliñada con las neurosis propias de su edad, los segundos alcanzan el fin de semana acorralados por el inextinguible sentimiento de culpa que se deriva de la imposibilidad de conciliar la vida laboral con la familiar.
Los catastróficos resultados de esta síntesis se manifiesta los fines de semana en toda su crudeza. ‘El rey de la casa’ nunca desactiva los 23-F; antes bien, se entrega en cuerpo y alma a estimularlos y ante las enervantes gracietas de la criatura, los progenitores exhiben una actitud que oscila entre la admiración indisimulada y un orgullo deleznable, en plan ‘de casta le viene al galgo’ y otras variantes genéticas.
Además, entre ambas partes se genera una corriente que lleva al niño a soltar sentencias preñadas de gran madurez y a los adultos a comportarse como lactantes. En todos los casos, segregan más baba los segundos que los primeros.
Puestos a elegir entre pasar el sábado acompañado de alguien que vivió la guerra civil y hacerlo con una criatura empeñada en declararlas allá por dónde pasa, la primera opción siempre resulta mucho más inocua.
Antes, ser padre oligaba a afrontar tarde o temprano una pregunta crucial, aunque retórica : “¿En qué nos hemos equivocado?” Ahora, la paternidad trae de serie la respuesta: «En nada». Y quieras que no, acojona.