Hace faltar haber visto muchas emisiones de ‘La Noria’ para estar en condiciones de comprender en toda su dimensión la medida decretada por el Gobierno de reducir de 120 a 110 km/h la velocidad de circulación en autovías y autopistas.
El Gobierno confía en que la medida anunciada ayer permitirá ahorrar gasolina en una cantidad aún por cuantificar, pero que en todo caso será sensiblemente inferior a la que ya ha provocado el descenso en la venta de zippos gracias a la ley antitabaco.
La energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma, sentendió el sabio, que olvidó añadir que también se paga. Una vez más, la auténtica medida de la crisis no nos la da el discurso de los expertos, sino el carácter extravagante de las medidas implantadas para combatirla.
Reducir la velocidad de 120 a 110 nos permitirá llegar puntuales a la jubilación a los 67 años, en lugar de a los 65 y además, con la sensación de haber disfrutado del paisaje más intensamente.
El arte de vivir despacio no garantiza una existencia más longeva, pero al menos nos permitirá excusar nuestra impuntualidad, cuestión que por otra parte carece de importancia dado que tampoco hay ya a dónde ir.
La medida no sólo se sitúa en línea con las nuevas tendencias que apuntan a ingerir con más parsimonia la comida basura que constituye nuestra dieta básica -sin mencionar el término ‘mediterránea’ dado lo revuelto que está el sur de su litoral-, sino que incide en un hecho incontestable: conducir deprisa está pasado de moda. Actualmente, la única velocidad que determina el estatus personal es la de la conexión a internet.