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Alberto Moyano

El jukebox

Chávez a la hora de las campanadas

Casi doce horas después de la muerte de Hugo Chávez, no me siento capaz de expresar el sosiego que me trasmite el maremágnum de expertos que se abalanzan sobre cámaras y micrófonos bien provistos de discursos esféricos. Mientras tanto, el océano Atlántico continúa funcionando de forma implacable como ese espejo deformante propio del Callejón del Gato de ‘Luces de Bohemia’. Sólo así se entiende que un devoto de vírgenes, cristos y escapularios se convirtiera en ídolo de ateos; que ataviado de uniforme subyugara a antimilitaristas; que desde una especie de ‘talk show’ televisivo enamorara a los fanáticos de lo alternativo; que inmerso en su monólogo hipnotizara a los que los que no toleran las ruedas de prensa sin preguntas; que subido a lomos de la industria petrolífera conmoviera a los ecologistas; que aquejado de una galopante logorrea sedujera a ensimismados pensadores; que su asfixiante liderazgo le erigiera en héroe de los colectivizadores; y que al frente de un país roído por la violencia y los sobornos cautivara a pacifistas e incorruptibles. En cuanto a sus rivales, se quedaron atrapados en el laberinto dialéctico que supone explicar cómo un dictador pudo ganarles a lo largo de catorce años todas las elecciones, hasta un total de dieciséis. Sería injusto omitir sus logros en materia de igualdad, educación y sanidad, pero al igual que sucede con los Castro, lo que realmente redime a Chávez es la condición sospechosa, cuando no directamente impresentable, de sus enemigos que, si bien no le procuraron la vida eterna, al menos sí una enemistad más allá de la muerte. A diferencia de los Castro -Fidel antes, Raúl, después-, Chávez se quedó en comandante, nunca logró graduarse como Hugo. Por lo demás, la persistente insistencia en recalcar que su proyecto está más vivo que nunca tan sólo enfatiza el intenso aroma a fin de ciclo.

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