España siempre ha sido un estado más dado a las anexiones que a la adhesiones. Los más conspicuos historiadores consideran el llamado descubrimiento de América una gesta sin par, por cuanto se llevó al nuevo continente un idioma, una religión y una (in)cultura, que es como justificar una violación por lo majo, listo y guapo que ha salido el niño. Cuando se invoca el principio de que la soberanía nacional reside en el conjunto de los españoles y no en una de sus partes se trata de un farol: en ningún caso se permitiría que la totalidad de la población española se pronunciara sobre el futuro de Cataluña o de cualquier otra parte del territorio, so pena de desintegración nacional. En cualquier caso, la pregunta pertinente en esta hipotética situación debería ser: “¿Está usted a favor de que Cataluña continúe formando parte de España aún en contra de la voluntad mayoritaria de los catalanes?”. Sería interesante observar en ese caso la temperatura democrática del conjunto del país, así como la forma en la que gestionarían esa incómoda situación los arquitectos de la transición y ‘padres’ constitucionales, que hace nada anunciaban con alborozo el ‘cepillado’ de un Estatut que el próximo 9 de noviembre firmarían a ciegas.
El problema no es la consulta catalana, sino el precedente que genera. La experiencia demuestra que en España cualquier aspiración descentralizadora termina por contagiarse hasta a los territorios más jacobinos. No hay país en el mundo con más territorios empeñados en abandonarlo. Esto no significa que la vida del monstruo de Frankenstein sea inviable, pero sí garantiza que será disfuncional. Nadie está en condiciones de garantizar que la independencia catalana no alumbre un Rodríguez Ibarra secesionista. En un país sensato, se aprovecharía la ocasión para resolver de una vez por todas la nunca cerrada cuestión territorial y, de paso, disipar esas cortinas de humo que, según los sectores más progresistas de ¿? de Madrid, nos impiden identificar, localizar y combatir los verdaderos problemas que aquejan al país. No obstante, si de algo puede presumir España es de fidelidad a un carácter castrense. Por eso, en lugar de aprovechar la ola favorable al derecho a decidir pero tímida respecto a la independencia para apuntalarse a sí misma, optará por aferrarse a la herrumbrosa Constitución del 78 como único argumento, para proseguir a continuación con su huida hacia adelante, mientras se le acumulan las comunidades cuyos legítimos parlamentos autonómicos aprueban por mayoría su aspiración a ser consultados algún día de éstos, en un improbable arrebato de democracia. Si, tal y como coinciden en señalar hoy los analistas, Mas ha llevado a Cataluña hacia un callejón sin salida, éste no es otro que España.