Por fuerza, tuvo que ser San Sebastián una de las primeras localidades a las que se le ocurrió la peregrina idea de premiar todos los años a alguien que se hubiera distinguido en la difusión del buen nombre de la ciudad. Con todos los respetos, hay que ser narcisista a la par que petulante. Sucede que el bochorno se diluye en lo colectivo y la vergüenza, también la ajena, se lleva mejor en grupo. Imaginemos por un instante que un particular se dedicada a galardonar cada año a una persona o entidad por cantar sus alabanzas. En términos psiquiátricos, la dolencia aparece tipificada como megalomanía.
En realidad, el Tambor de Oro no se otorga por hablar bien de Donostia, sino para que alguien se sienta obligado a hacerlo, preso del chantaje emocional y aún aturdido por ese Guántanamo sonoro que supone atravesar en apnea las 24 horas ininterrumpidas de repertorio Sarriegui. En principio, elogiar a San Sebastián parecería fácil, la propia ciudad tiende a mostrarse locuaz en este punto. Sin embargo, hay algo esquizoide en venerar una ciudad que, sin entrar en matices, salta a los telediarios por la noticia de que uno de sus barrios ha decidido en votación popular abandonarla. El Tambor de Oro es hijo de la bipolaridad y el onanismo. El resultado histórico arroja nombres tan inopinados como los de Di Stéfano, Pilar Miró o el Asador Donostiarra, que es como distinguir la cultura japonesa en la persona de una geisha. Y en el terreno de las ocurrencias aún sin cuajar, ahí está la candidatura de Alberto Iglesias. Te tienen que gustar mucho las películas de Almodóvar para imaginarte al exquisito compositor disfrutando de una izada de bandera ante una multitud relativamente ebria hasta las trancas.
Con el acuerdo entre diferentes por emblema, el liderazgo compartido como santo y seña, y encomendándose al faro patrón de la concordia, la ciudad de la que siempre debería haber alguien hablando bien intenta pactar a garrotazos un nombre de consenso para este año. Se siente mucho por el agraciado, pero nacer en San Sebastián no puede salir gratis. El día de San Sebastián marca el fin de la impunidad y alguien debe pagar el peaje. Salvo en el caso de un nuevo aplazamiento en absoluto descartable, su nombre se sabrá el 7 de enero. Es nuestra forma de decir “gracias por nada”.