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Alberto Moyano

El jukebox

El sistema funciona y si no, se le obliga

La sentencia de la Audiencia Provincial de Gipuzkoa en el que condena a cuatro agentes de la Guardia Civil por torturas confirma que, en efecto, el sistema funciona, aunque como todo lo humano -a excepción de las encuestas electorales y las audiencias televisivas-, con un margen de error. La cuestión estriba en determinar si el error pivota sobre la comisión de las torturas o sobre su condena judicial en base a hechos probados.


Quizás haya políticos, periodistas y sectores sociales dispuestos a postrarse hasta alcanzar ese grado de fanatismo ciego que requería dar verosimilitud a la versión que los agentes imputados han puesto sobre la mesa, pero tal acrobacia moral se sitúa fuera de las posibilidades de un tribunal de justicia, obligado a trabajar con indicios, hechos comprobados y pruebas interpretadas a la luz de la razón.


Periódicamente, han surgido denuncias de torturas, acompañadas o no de partes médicos de lesiones, cuya explicación autoexculpatoria nos exigía algo que se sitúa más allá de todo lo razonable: la renuncia voluntaria a la cordura.


Así, hubo quien atribuyó quemaduras en las platas de los pies a que “llevaba balas ocultas en los zapatos” (sentencia judicial en primera instancia del caso Arregi); quien falleció de un ataque al corazón en el cuartel porque “estaba gorda” (José Luis Corcuera sobre el caso Yanci); quien se cayó por la ventana de la comisaría “porque los etarras tienen orden de denunciar torturas” (Manuel Fraga sobre el caso Galparsoro) y quien se ahogó en el río Bidasoa “cuando se dirigía a localizar un zulo” que nunca apareció, propiedad de un comando que nunca existió (versión oficial sobre el caso Zabalza).


Hay quien se apunta a justificar el asesinato, pero nadie quiere cargar con las razones que asistirían la conveniencia de torturar, seguramente, porque se trata de un práctica tan intrínsecamente vil que su mero reconocimiento convierte en impresentable a quien la ejecuta, por mucho uniforme que vista y por muy al servicio del bien común que diga estar.


Por eso, algunos hechos se niegan dando por descontado que profesaremos una vez más nuestra inquebrantable adscripción a la fe del carbonero. Y cuando esto ya no es posible, se recurre a las gracietas -“les habrán dado un par de leches”-, que ya tuvimos oportunidad de escuchar en otros tiempos y en otros contextos, por ejemplo, el que hoy se conoce como ‘violencia de género’.


Conviene recordar que si la tortura es execrable, lo es no cuando se aplica a inocentes, sino cuando los sometidos a ella son sospechosos o incluso culpables. La otra opción es modificar las leyes mediante votación en un Parlamento democráticamente elegido. Sólo a partir de ahí podremos hablar sobre el grado de envilecimiento que ha alcanzado una deternimada sociedad y en comparación con cuál otra.


diciembre 2010
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