Los lunes toca escándalo; los martes, balbuceo; los miércoles, embustes; los jueves, Cospedal; los viernes, recortes; los sábados, Corinna; y la prima de riesgo, todos los días, quedando reservados únicamente los domingos para las cuestiones en verdad trascendentales. En el caso de ayer fue la pervivencia de la especie. Por boca de ese muñeco de mazapán con iluminación navideña que ocupa la cartera de Interior, supimos que el matrimonio gay conspira, junto al cambio climático, la precaria situación de los casquetes polares, la deforestación del Amazonas y la carne de caballo, para que no haya un mañana. Antes que nada, quede aquí constancia de las dudas que suscita si el fin del mundo no excederá las competencias del jefe de la Policía.
Con medio país debatiéndose en el trance de llegar a final de mes, hay que ser muy de domingos a la tarde para atribularse a cuenta de la pervivencia de la especie humana. Creía que habíamos quedado en que no había derechos colectivos cuando entran en colisión con los individuales. Para qué preocuparse de la pervivencia de la especie humana -cuya existencia está aún por confirmar- frente a la demostradísima presencia entre nosotros de especímenes sueltos.
Hay que desconfiar de cuantos invocan el devenir de la especie para justificar sus melonadas. Todos ellos coinciden en exigir el sacrificio de tu felicidad aquí y ahora a cambio de la salvación de no se sabe muy bien quién el día de mañana. En lo que atañe a las autoridades terrenales, la improbable desaparición del ser humano es un asunto secundario, lo esencial es que España permanezca unida en su diversidad y que no se pierda el euskera. Y si, por lo que fuera, se consuma finalmente la extinción, que no se preocupe Fernández Díaz: pasará a la Prehistoria como el ministro del Interior que por fin acabó con ETA.