Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana como ya habrán notado, se celebraba, otra vez, la revolución francesa del 14 de julio de 1789.
No sé si será casualidad, pero el caso es que justo la víspera de tan señalado día di con unos interesantes datos sobre cómo, al Sur de los Pirineos, se pudo desencadenar todo ese proceso revolucionario. Sorprendentemente (o tal vez no tanto, como sospecho desde hace tiempo junto con otros historiadores como Rosa Ayerbe o Álvaro Aragón) la siembra de ideas revolucionarias habría empezado entre los vascos (y entre otros muchos súbditos de la Corona española dieciochesca) bastantes años antes de aquel, para el Absolutismo, fatídico 14 de julio de 1789.
Pues sí, preparando un largo artículo -a publicar en noviembre- sobre el impacto de la primera guerra revolucionaria del siglo XVIII (la norteamericana) en territorio guipuzcoano, estuve indagando en las órdenes de movilización y leva giradas a las distintas poblaciones guipuzcoanas en 1779. Allí descubri detalles curiosos, que dan qué pensar sobre cómo pensaban esos súbditos vascos del rey Carlos III ya en esas fechas.
Daré un pequeño avance de todo eso. He descubierto una curiosa coincidencia. La mayor parte de esas villas y uniones de villas se limitan a cumplir, con cortesía y devoción, las órdenes que su Diputación les transmite -en nombre de la Corte- para que apresten todos sus recursos militares a fin de hacer frente al rey de Gran Bretaña. Al que esa Corte de Madrid, regida por Carlos III, ha decidido enfrentarse abiertamente, poniéndose del lado de los revolucionarios norteamericanos tras hacer unos complicados cálculos políticos.
Sin embargo, en algunas de esas poblaciones se registra una llamativa oleada de entusiasmo vecinal entre los hombres que deberían ser integrados en esas milicias. Teóricamente debían ser todos los vecinos, pues eso era lo que mandaba el privilegio foral disfrutado por los guipuzcoanos. Aun así, en estos casos con los que di este miércoles pasado, los futuros soldados no esperarán a que se sortee entre ellos una primera remesa para acudir adonde fuera necesario combatir. Por el contrario, todos ellos se presentarán voluntarios…
Ahí no termina la curiosidad de ese hecho. Tolosa y Urnieta son dos de las villas que presentan ese alto índice de voluntarios para luchar en una guerra que dará el triunfo a una república revolucionaria frente a una monarquía -más o menos- despótica…
¿Qué tiene eso de particular?. Pues sencillamente esto: apenas quince años después (y subrayo lo de “quince años”), en 1794, esas dos villas presentarán también un alto grado de adhesión a las ideas revolucionarias francesas, cuando las tropas de esa Convención entren en territorio guipuzcoano y ocupen una buena parte del mismo, como ya lo demostraron en su día investigaciones de historiadores como Antonio Elorza, Juan Carlos Mora o David Zapirain sobre ambas villas en esa época, convulsa y revolucionaria en muchos sentidos…
La coincidencia de ese fervor voluntario en Tolosa y Urnieta, tanto para ponerse al lado de los revolucionarios norteamericanos como, con más claridad aún, del de los franceses, obviamente nos da un valioso indicio (un hilo del que sacar una madeja histórica mayor) que nos debería llevar a concluir, a partir de hechos así, que las ideas revolucionarias habían empezado a calar al Sur de los Pirineos en fecha tan temprana como el año 1779; que, en fin, fieles (teóricamente) vasallos vascos del rey Carlos III habían empezado a recibir noticias, rumores, ideas nuevas que hablaban de un panorama político verdaderamente interesante. Al menos para ese común de los mortales que, en América, ya habían empezado a tomar las armas para dotarse de un sistema político que los representase mejor que anquilosadas oligarquías parlamentarias como la británica o, directamente, despotismos -más o menos ilustrados- como el francés y el español.
Hechos así -esa masiva cantidad de voluntarios en 1779 en los mismos lugares donde se recibe, a brazos abiertos, a la revolución de 1789- harían evidente que, al Sur de los Pirineos, ya incluso antes del 14 de julio de 1789, una buena parte de la población había empezado a sumar -en términos políticos- dos más dos y a sacar conclusiones a partir de ahí.
Durante bastante tiempo cierto sector de la opinión política y académica española negó que tal cosa pudiera ser posible, excluyendo que entre un pueblo tan eminentemente católico como lo era -o se creía debía serlo- el español (y por ende el vasco peninsular) pudiera haber seguidores de ideas revolucionarias.
Un eminente historiador donostiarra como Fermín Lasala y Collado, figura señera del conservadurismo español de finales del XIX, así lo sostuvo en su gran obra sobre la Guerra de la Convención en territorio, precisamente, guipuzcoano.
Siento tener que discrepar de una figura que siempre me ha resultado bastante simpática (entre otras cosas porque sobre su vida y obra hice mi tesis doctoral) pero estoy seguro de que Fermín Lasala hijo, el duque de Mandas, allí donde quiera que esté desde 1917, seguro que reconocerá, como buen historiador, que el comportamiento de los urnietarras y tolosarras en 1779 y en 1794 da mucho qué pensar.
Por ejemplo sobre esa abrupta caracterización de lo español -o lo vasco- como eminentemente católico a lo largo de siglos y más siglos, como si nada hubiera ocurrido después de la conversión al Catolicismo de Recaredo.
Algo que cualquier historiador, como era el caso del duque de Mandas, sabía imposible. Pues el Renacimiento no pasó en vano por ese país al Sur de los Pirineos, los cambios de dinastía tampoco. Menos aún la llegada de las ideas de la llamada Ilustración. Y menos todavía -como ahora vendríamos a ver por ese entusiasmo en ciertos pueblos guipuzcoanos del año 1779- los acontecimientos que habían desencadenado esas ideas ilustradas, dando finalmente lugar a procesos revolucionarios como el de 1776, el de 1789, el español de 1808 a 1814 (y los muchos que siguieron a partir de ahí)…
Habría que concluir, en efecto, a la vista de esos datos, que no es que los súbditos de Carlos III (vascos, por supuesto, incluidos) fueran más impermeables (por sus creencias religiosas) que los de, por ejemplo, Luis XV. Lo que ocurriría en este caso es que, a diferencia de lo que ha pasado en Francia (donde se ha tenido a gala, durante cerca de dos siglos, la participación en la epopeya norteamericana), en España parece haber estado prohibido siquiera plantearse la incidencia de aquellos hechos revolucionarios en la opinión pública. Una que, por lo que se deduce de la actitud de los urnietarras y tolosarras de 1779, existía y debía estar más despierta y activa de lo que ciertos censores intelectuales hubieran deseado…
Todo ello, desde luego, una materia que da mucho que pensar. Especialmente en esta semana, posterior a un nuevo cumpleaños de la revolución de 1789 que, desde luego, no pasó en vano por las latitudes que quedaban al Sur de la frontera de Irún…