Por Carlos Rilova Jericó
El “ruido mediático” es una cosa verdaderamente molesta. Sobre todo, cuando se está escribiendo Historia. O se pretende escribirla. Sin embargo, eso, en la España actual, es bastante difícil de eludir. De hecho, aparentar indiferencia frente a esto, haría, después de todo, un flaco favor a la Historia. Una Ciencia bastante maltrecha en esa ya citada España actual y que no necesita convertirse en más bicho raro de lo que ya es gracias al bajo nivel cultural del país.
Es por eso por lo que este artículo se hará, aunque sea a regañadientes, eco de la polémica desatada por el enésimo supuesto escandalo organizado en torno al nuevo gobierno español, formado tras una moción de censura contra el anterior.
Todo ese asunto me pilló revisando algunos expedientes del año 1813 relacionados con la figura de Pedro Manuel de Ugartemendia, el arquitecto (y militar de carrera) que tuvo el dudoso honor de reconstruir San Sebastián después de que los británicos y los portugueses la arrasasen -prácticamente de parte a parte- en esa penúltima batalla de las guerras napoleónicas en suelo peninsular.
Los expedientes en concreto -conservados en el Archivo Municipal de esa ciudad- resultaban de lo más oportuno para el caso que se estaba tratando, a voces (para variar) en periódicos, radios, pantallas de Televisión o de ordenador.
Es decir, la presunta (para algunos ya probada de antemano) corruptela que habría cometido el ministro de Ciencia, Innovación y Universidades de ese nuevo gobierno, el astronauta e ingeniero Pedro Duque.
En efecto, esos expedientes conservados en el Archivo Municipal de San Sebastián, fechados entre finales del verano y comienzos del otoño de 1813, eran descargos elevados al gobierno municipal de esa devastada ciudad para demostrar que, durante los años de la ocupación, el firmante del expediente no había colaborado con las tropas invasoras y sus administradores civiles.
El proceso que se seguía por parte del reconstituido Ayuntamiento donostiarra, era preciso y rápido. El síndico procurador del Ayuntamiento -lo que hoy sería un asesor legal- examinaba las pruebas, recababa testimonios sobre la conducta de la persona que quería quedar exonerada de esas sospechas de colaboracionismo y, una vez probado que no había tomado oficio o prebenda de manos del gobierno llamado “intruso” (o, si lo había hecho, era tan sólo por no desencadenar consecuencias peores sobre la población invadida), quedaba el peticionario exonerado y rehabilitado. Considerado, de hecho, apto para ejercer cargos públicos o seguir con la misma función que había ejercido antes de la invasión o durante ella, pero sin entrar en colisión con la justa causa de la Nación. Como se decía en este tipo de documentos.
Hoy, 205 años después de que palabras así fueran escritas y procesos de habilitación y rehabilitación como esos tuvieran lugar, parece ser que tal eficacia en examinar la aptitud de los futuros cargos públicos, ha desaparecido completamente del mapa de España.
Siguiendo sufridamente las noticias del día, se diría que todos los ministros del nuevo gobierno han sido seleccionados por una mera y superficial cuestión de imagen la mañana posterior a que entrase en funciones tras la moción de censura y que, tras eso, sólo faltaba el canto de una moneda de cinco céntimos para que concienzudos periodistas de signo político contrario a ese nuevo gobierno, empezasen a descubrir -cuales Woodward y Bernstein redivivos- toda una serie de escándalos, corruptelas y otras cuestiones que, poco a poco, obligarían a dimitir a todo ese ejecutivo en pleno.
Independientemente de que finalmente se demuestre en este penúltimo caso (el de Pedro Duque) que ha habido delito fiscal (esa partida parece en tablas, de momento) la comparación, en perspectiva histórica, de lo que ocurría durante el primer gobierno constitucional español y el actual es verdaderamente preocupante.
Que las cosas en el breve primer período de gobierno constitucional español no fueron un lecho de rosas, es bien sabido. Pero al menos, como demuestran esos descargos de 1813, había ciertas normas de procedimiento bastante coherentes que permitían una administración pública cuando menos viable.
No parece ser ese el caso de la Política española en estos momentos. Ahora todo parece funcionar bajo un trasfondo siniestro basado exclusivamente en el principio de lanzar sospechas de sombra bastante alargada. Una vez hecho esto, la figura o la administración alcanzada por esa onda expansiva, estaría ya condenada de antemano.
Independientemente de si se le consigue probar el delito o no, pues resulta evidente -por la entusiasta acogida a ese ruido mediático- que hay una parte sustancial de los votantes españoles que no quieren ninguna explicación. Al parecer, les basta con saber, según sus medios de información de referencia, que un gobierno con el que no comulgan políticamente va a ser defenestrado -antes o después- no ya por certezas, sino incluso sólo por sospechas no comprobadas o posteriormente desmentidas.
Ese nivel de acción-reacción política es, naturalmente, impropio de una democracia bien asentada y, de hecho, de seguir adelante esa dinámica, el país se volvería sencillamente ingobernable. ¿Que se haría en caso de que este gobierno dimitiese por supuestos escándalos así? ¿Aplicar el mismo sistema al siguiente gobierno de signo contrario hasta que volviera a dimitir o fuera expulsado por una nueva moción de censura, abriendo las puertas a un nuevo ciclo de escándalos del siguiente nuevo gobierno y así ad infinitum?
El corolario -bastante deprimente- que se saca de todo esto, es que España es un país que ha involucionado (sí, lo contrario de evolucionar) políticamente en los dos últimos siglos y que la tan cacareada Transición, una vez más, ha creado más que una democracia homologable al resto de Europa occidental, un monstruo político.
Uno en el que el nivel de administración de la cosa pública, ha caído incluso por debajo de los métodos utilizados hace dos siglos para determinar si una persona aspirante a un cargo público había actuado de manera correcta y acorde a la legalidad vigente. Tal y como nos lo demostrarían, por ejemplo, los expedientes elevados ante el Ayuntamiento donostiarra en el año 1813.
Obviamente, lo que está sucediendo estos días no sería más que el final lógico del proceso de degradación política sufrido por España desde ese momento en adelante. Uno en el que, sólo para empezar, en el año 1814, aparecen parlamentarios (los llamados “persas” o serviles) que odian cordialmente el Parlamentarismo y quieren acabar con él… Tan malos comienzos, parece evidente, han ido creando una sociología en primer lugar intolerante y, en segundo lugar, lo bastante ignorante como para que dicha intolerancia no sea ni siquiera cuestionada y la palabra “democracia” adquiera un significado distinto al habitual en el diccionario de muchos españoles.
Es decir, “democracia”, para ellos, sería sólo el régimen en el que hay elecciones, pero únicamente para que de ellas saliera elegido el único partido que dichos ciudadanos consideran que les representa. En caso contrario, cualquier cosa valdría -incluso retorcer la ley vigente hasta que diga lo que esos oídos quieren oír- para que se repitan elecciones hasta que dicho partido fuera elegido.
Aparte de la poca ejemplaridad de ciertos cargos públicos -que, de probarse, es inaceptable- esa es la otra fea cara del problema que hoy nos acucia: que los guardianes de la pureza de nuestros representantes políticos parecen interesados en trabajar sólo a tiempo parcial. Es decir, únicamente cuando no sale elegido de las urnas -o de otros mecanismos legales en democracia- el partido correcto para ellos y sus devotos lectores.
Su actitud de denuncia, de exhaustiva investigación de rincones oscuros de gobiernos que les disgustan políticamente, sería mucho más creíble -y saludable para esa joven democracia española- si esa Prensa, además, hubiera hecho campaña -desde hace años- para evitar que cualquiera llegase al gobierno arrastrando una cola de problemas que hubiera sido muy sencillo descubrir. Por ejemplo, con la obligatoriedad de presentar descargos por parte de los interesados que después fueran fiscalizados por funcionarios públicos, del estado, que -como con los supuestos afrancesados en 1813- hubieran negado o dado el visto bueno a esas pretensiones de seguir en o acceder al servicio público, determinando si los candidatos cumplían, o no, con los requisitos exigibles por la ley vigente…
Con controles así, sin duda, ahora podríamos estar ahorrándonos espectáculos y campañas lamentables que nada hacen por consolidar las buenas esperanzas de un 1978 cada día más lejano de una realidad casi insoportable. Por su mezquindad, por la falta de verdadera excelencia en muchos sectores clave de los asuntos públicos del país.