Por Carlos Rilova Jericó
El correo de la Historia de esta semana estaba pensado desde hacía tiempo. Más o menos un mes. Se planteó cuando, a finales de abril, publiqué en esta misma página otro artículo sobre el 2 de mayo de 1808.
En él hablaba de los afrancesados que, en esa fecha, se vieron desbordados por los acontecimientos y quedaron catalogados como lo que, casi inevitablemente, iba a hacer de ellos el curso de los acontecimientos históricos que se desarrollarían a partir de ese 2 de mayo en España.
Es decir, así las cosas, los afrancesados quedaban como colaboradores de una potencia extranjera que venía a invadir y sojuzgar al país. Colaboradores que, por otra parte, sólo podrían haber caído en esa trampa política por, apenas, dos únicas razones. Bien por ingenuidad, bien por mero oportunismo.
Cuando el artículo se publicó y difundió, surgió alguna discrepancia con él por parte de Daniel Aquillue, un colega historiador que cuenta ya con una trayectoria considerable en los estudios históricos de esta época.
En su opinión mi catalogación de los afrancesados como simples ingenuos o bien descarados oportunistas, era excesivamente incisiva.
A raíz del debate que surgió entre nuestras respectivas cuentas de Twitter, prometí que en un futuro correo de la Historia daría cumplidos ejemplos de ingenuidad afrancesada y, sí, también de oportunismo afrancesado.
Como decía, no había día fijado para publicar ese nuevo correo de la Historia. Sin embargo el fallecimiento esta semana pasada del profesor Miguel Artola Gallego, le puso fecha definitiva. Obviamente ese artículo sobre los afrancesados tenía que publicarse este lunes para rendir homenaje a ese gran historiador que nos ha dejado…
Quienes no conozcan la extensa obra del profesor Artola quizás se preguntan por qué deberían ser los afrancesados el tema de homenaje a ese historiador nacido en San Sebastián en el año 1923. Para los especialistas y para el público que lee Historia habitualmente, la respuesta sería, en cambio, obvia: Miguel Artola Gallego escribió en su día “Los afrancesados”. Uno de los mejores ensayos históricos que se han dedicado a aquellos famosos traidores que convulsionaron la Historia de España durante el primer tercio del siglo XIX y que, por tanto, merecían toda la atención posible por parte de los historiadores españoles. Y, claro está, también de los hispanistas.
En efecto, el profesor Artola publicó en 1973 la primera edición de esa obra capital, “Los afrancesados”, cuando ya era catedrático y estaba creando en la Universidad Autónoma de Madrid el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea en el que se licenció el que estas líneas escribe.
En “Los afrancesados”, tal y como indica todavía hoy su editor -Alianza-, el profesor Artola abordaba -con la objetividad propia de todo buen historiador- un problema histórico que se había exacerbado, creando una serie de tópicos -negativos en su mayoría, aunque también los ha habido positivos- en torno a la figura de esos llamados afrancesados. Grupo a quien apenas se había prestado verdadera atención histórica antes de esta obra de Artola. Salvo por poco más que la también magnífica monografía del hispanista Hans Juretschke: “Los afrancesados y la Guerra de Independencia española”, publicada en 1962. Once años antes que la de Miguel Artola.
Así pues, hablar hoy de afrancesados es, en efecto, rendir un homenaje al profesor Artola. Y de ellos voy a hablar. Por esa razón y porque se lo prometí a Daniel Aquillue.
La obra de Artola -como la de Juretschke, o la más reciente “Los famosos traidores” de Juan López Tabar- insistía, sobre todo, en que el afrancesamiento era un fenómeno complejo que, como toda materia histórica, no se podía despachar con juicios de valor y menos si eran apresurados y basados en simpatías políticas actuales.
Una lección fundamental para cualquiera que se dedique profesionalmente a la Historia. Sin duda. Una más de las muchas que el profesor Artola dio a lo largo de una vida larga y fructífera.
En efecto, el partido afrancesado, llamémoslo así, incluyó a figuras muy diversas. Por ejemplo, ni siquiera hasta el más castizo patriota español de la actualidad podría juzgar con dureza la figura de José de Mazarredo. Nacido en Bilbao en el año 1745 y muerto, en servicio de José I, en Madrid, en 1812.
Mazarredo, de quien ya se habló en otro correo de la Historia, era parte de esa generación prodigiosa de marinos y exploradores españoles que dio el siglo XVIII. Una todavía hoy no bien apreciada como tantas otras cosas de la Historia de este país. Sólo lo que hizo por el desarrollo de la Astronomía española desde Cádiz, ya seria bastante para considerar con total serenidad -como conviene a la Historia digna de tal nombre- sus servicios a José I. Incluso hasta el año 1812, en el que la ocupación francesa convirtió a Madrid en una especie de ghetto de Varsovia avant la lettre, en el que la gente moría de hambre por las calles a causa de la invasión.
Algo de lo que él, Mazarredo, fue, obviamente testigo. Y seguramente no le extrañó, pues conocía de primera mano las ambiciones despiadadas de Napoleón, al que se enfrentó y con el que tuvo más de un problema.
Mazarredo, así pues, representa un tipo de afrancesado de los que el profesor Artola supo sacar a la luz y ponderar en su justa medida histórica. Es decir, el de aquellos que, en contra del criterio de personajes de la altura de un Jovellanos -que se negó en rotundo a colaborar, pues ya sabía lo que venía en 1808 de Francia- decidió que era mejor luchar desde el interior del sistema napoleónico. Para que los males de España fueran menores y amparar así a los españoles que podrían aceptar el cambio de dinastía para mejorar el país -como en 1700- pero no para convertirse en una colonia francesa.
Sin embargo, Mazarredo no sería, por supuesto, el único prototipo que podríamos incluir en la categoría “afrancesado”. Hubo en ese número, como bien señalaba el profesor Artola, muchos otros modelos de ese fenómeno. De lo más diverso de hecho.
Tomemos otro caso al que yo presté atención en su día en un artículo publicado en la revista Hispania Nova, en el año 2003. Número en el que, por cierto, se incluía otro artículo firmado por E. L. Lara y enteramente dedicado al tema de los afrancesados.
Aquellos de los que yo hablaba en ese número de Hispania Nova, los había encontrado en París durante una investigación en los archivos militares franceses de Vincennes, en el documento 1 M 1341. Se llamaban José de Astigarraga y Luis de Astigarraga y eran, respectivamente, tío y sobrino. Una carta suya conservada en ese documento militar francés, los retrataba con bastante perfección. Ambos eran altos cargos de Marina en Guipúzcoa, Navarra y Álava, representantes de varios municipios de esa zona bajo férrea y directa ocupación militar napoleónica y se dirigían -en términos bastante untuosos- nada menos que a la mano derecha de Napoleón. El mariscal Berthier, ministro de la Guerra francés en aquel entonces.
En esa carta le proponían construir un gran canal que uniera la costa del Cantábrico con la del Mediterráneo, para abastecer allí a la flota francesa. Y, de paso, decían tío y sobrino, dar trabajo a muchos que, de otro modo, se dedicaban a lo que ellos consideraban bandolerismo y, en realidad, hoy catalogaríamos como resistencia a la invasión integrados en las divisiones de los Ejércitos patriotas. Como la de Mina, que actuaba en Navarra en esos momentos…
¿Podríamos considerar a los ditirámbicos Astigarraga, que no se cansaban de elogiar al que llamaban “Napoleón el grande”, como simples afrancesados ingenuos? Podría ser, de momento, hasta ulteriores investigaciones. Pero cerca de ellos hay otros personajes históricos que difícilmente, a la luz de la documentación, cabría considerar como afrancesados ingenuos de ninguna especie. De hecho, su trayectoria personal es la de verdaderos oportunistas. Muy en la línea del astuto ministro de Napoleón Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord. El superviviente por excelencia de esa convulsa época.
José María Soroa y Soroa era el nombre de ese afrancesado en absoluto ingenuo, que, al igual que Mazarredo, disfruta del homenaje de una calle en una ciudad capital en su vida. En este caso San Sebastián.
Soroa, tal y como he ido recogiendo en varios trabajos -en especial en “El Waterloo de los Pirineos”, libro publicado en 2015 merced a la Asociación de Amigos del Museo San Telmo- no tuvo duda alguna a la hora de ponerse al servicio del invasor. Actuó, ya bajo directa ocupación militar, como jefe administrativo de la provincia de Guipúzcoa. La correspondencia que cruzó con algunas villas de ese distrito, lo reflejan como un hombre de carácter duro y despiadado. Un verdadero matón que amenaza con las bayonetas francesas a quien no se plegase a las requisas napoleónicas…
Pese a eso, la imagen que él tenía de sí mismo era tan buena que en 1813, cuando los ejércitos aliados acaban con la ocupación, se atrevió a presentarse ante las autoridades forales restauradas para elevarles un memorial en el que decía que si había colaborado con los franceses, era por esa misma razón que veíamos en Mazarredo: porque así había mitigado las iras francesas…
Semejante alarde de cinismo, desmentido por su propia correspondencia durante la ocupación, fue despreciado por dichas autoridades, que lo despacharon sin querer oír ni leer nada suyo. Curiosamente no se tomaron más represalias contra él. Y a fe que Soroa supo aprovechar esto: en 1815, durante la reacción absolutista fernandina ha conseguido escalar nuevamente puestos en la Administración. Será, por ejemplo, el encargado de transmitir al general Álava el deseo del monarca de que parta hacia el que será luego escenario de la Batalla de Waterloo, en la que tanto se distinguirá ese militar español…
¿Cuándo llega el Trienio Liberal, tal vez Soroa pagó las consecuencias de tan curioso cursus honorum? Pues la verdad es que si así fue, el castigo que le administraron los liberales no fue excesivo: en 1823, cuando las tropas de Angulema avanzan imparables para acabar con el régimen liberal, Soroa reaparece, sale de la muy liberal plaza fuerte de San Sebastián y cerca de lo que entonces son sus afueras, en Ategorrieta, forma un nuevo gobierno municipal absolutista… Al amparo de las bayonetas francesas -esta vez legitimistas y no bonapartistas- que asedian la ciudad.
Pero no acaba ahí tan curiosa vida. Tal y como nos dice el breve artículo que la Enciclopedia Auñamendi le dedica, Soroa sobreviviría también a la caída del Absolutismo, pues aparece como uno de los electos para las Juntas forales de 1834…
Llegados a este punto, evidentemente, poco más se puede decir sobre ese fenómeno del afrancesamiento. Salvo lo que el profesor Miguel Artola ya nos advertía en “Los afrancesados”: fue algo realmente complejo y variado, un espacio en el que se situaron gentes tan dispares como Mazarredo, los Astigarraga y el sinuoso José María Soroa que, de eso no hay duda, fueron una parte importante de la Historia de la España actual y un espejo en el que debemos mirarnos para comprendernos mejor.