>

Blogs

Carlos Rilova

El correo de la historia

Fue hace dos siglos: una imperial muerte, el culto a Napoleón y un capitán vasco (1821-2021)

Por Carlos Rilova Jericó

Ocurrió a las seis menos diez de la tarde, en la isla de Santa Elena, hoy, todavía, una especie de Gibraltar africano en tanto que es una posesión británica ante la costa del continente negro.

A esa hora, un 5 de mayo de 1821, moría Napoleón Bonaparte. El modesto teniente de Artillería, descendiente de una numerosa familia de la pequeña nobleza corsa que, sin embargo, y en medio de una revolución, consigue llegar, nada menos, que a emperador.

Se apagaba la vida, ya muy maltrecha, de un hombre que apenas había cumplido medio siglo de edad, pero que dejaba detrás de él una fama que se iba a extender, hasta hoy, durante más de doscientos años.

Aunque lo cierto es que aquel 5 de mayo de 1821 pocos sentían la muerte de Napoleón. Su madre, a la que tanto quería, dicen que había llegado a decir de él que era un monstruo. Una opinión compartida, con más convicción y certeza, por muchos otros en todo el mundo. Y desde luego también en Francia, escarmentada, con miles de muertos, mutilados, huérfanos, viudas, etc…, de esas guerras llamadas “napoleónicas” que habían llevado al país casi a la ruina total.

Faltaban en 1821 como unos veinte años más para que cuajase lo que el historiador francés Jean Lucas-Dubreton llamó el culto a Napoleón, que dio título precisamente a un libro suyo sobre el tema que publicaría la editorial parisina Albin Michel en 1959.

En efecto, aparte de Marchand, ayuda de cámara del emperador -y autor de unas extensas memorias sobre los últimos años de Napoleón- y otros fieles a la causa, presentes y ausentes de la isla de Santa Elena en esos momentos, no había, en 1821, mucha gente dispuesta a recordar a Napoleón en los términos encomiásticos con los que se le ha recordado después en centenares de miles de estudios históricos escritos sobre él y su época y -ya de manera abiertamente elogiosa- en novelas históricas y películas sobre esa vida que el propio emperador describió, precisamente, como propios de una novela.

Estaban demasiado recientes, en 1821, los recuerdos de las tropas napoleónicas arrasando Europa, saqueando, robando tesoros artísticos, violando y matando…, como para que la llamada “epopeya napoleónica” fuese recordado en los términos gloriosos (que también los hubo) con los que la ha ido recubriendo esa que llaman la “pátina del tiempo”.

Una ardua ecuación histórica que al historiador que ha nacido, vivido y crecido al lado Sur del Bidasoa, le toca resolver.

Ese ha sido mi caso desde que en 2008 comenzasen las conmemoraciones del bicentenario de la fase más aguda de las guerras napoleónicas. Es decir: esa que llamamos Guerra de Independencia española, que para los británicos es la Guerra Peninsular y para los franceses la Guerra de España.

¿Cómo valorar, desde esa perspectiva, la muerte de Napoleón que este miércoles cumplirá el redondo bicentenario de dos siglos? Es todo un reto para el historiador, en efecto. Y sobre todo para uno que viene de un país que fue enemigo acérrimo de ese emperador y que, de hecho, se formó en la lucha contra él mismo, que fue, sencillamente, encarnizada, con tintes de guerra total.

Puede ser muy fácil en un caso así caer en un juicio de valor más o menos negativo, aunque quede más o menos disimulado de asepsia científica.

La hoja de servicios napoleónica en España, pasando por el País Vasco peninsular, no es precisamente de color de rosa. La violencia contra la población civil, los enfrentamientos encarnizados y sin respetar banderas y uniformes de quienes se les enfrentaban, estuvieron a la orden del día desde Irún hasta Algeciras.

Sin embargo, no se puede hacer Historia, como Ciencia, midiendo los acontecimientos en base a la sangre derramada -y considerada como propia por herencia histórica- sino a partir de una visión templada, en la que se valore lo que ocurrió de forma razonada, sin visceralidad, como un producto de una época en la que se decantó el mundo en el que hoy vivimos. Con sus sombras, pero también con sus luces.

Y es que los afanes de ese hombre que muere el 5 de mayo de 1821, al que Francia rinde culto -desde 1840- convirtiéndolo en uno de los ejes sobre los que gira su Historia nacional, han sido valorados de modo muy diferente.

Así, por ejemplo, parece haber unanimidad entre los historiadores de toda nacionalidad acerca de que el sistema napoleónico para Europa pasaba por convertir al continente en una vasta área colonial al servicio de la burguesía francesa, que había visto en Napoleón al hombre fuerte que le convenía en 1804.

Sin embargo, también ha calado con fuerza la idea -tanto en Francia como en otros países europeos, España incluida- de que Napoleón, pese a toda la brutalidad bélica que le seguía y constituía una parte inherente de su imperio, era, en realidad, una fuerza de progreso, alguien que quería modernizar y unir a Europa. Nombres tan prestigiosos en el escenario de la Política europea en el último medio siglo, como el presidente francés Valery Giscard D´Estaing, así lo han postulado en obras tan curiosas como “La victoria de la `Grande Armée´”, una ucronía en la que Napoleón se retira a tiempo de Moscú en 1812, firma oportunamente la paz con la España de Fernando VII y pasa el testigo a su hijo adoptivo Eugène de Beauharnais para que guie a Europa hacia un futuro de paz y prosperidad bajo el ejemplar ejemplo de la Francia postrevolucionaria y postimperial…

Dejando la Historia alternativa aparte y aun considerando que, en efecto, el imperio napoleónico sólo pretendía imponer por la fuerza bruta una tiranía colonial a Europa, el historiador debe reconocer también que las guerras napoleónicas fueron épica bélica de primer orden. Una de esas ocasiones en las que, como en todas las guerras, aparte de lo peor de los seres humanos, aflora el ingenio, el valor, el heroísmo… esas cualidades que, puestas en juego en circunstancias difíciles, dan realce a determinadas personas por haber hecho cosas que consideramos, en general, admirables…

Una de esas personas podría ser el hoy casi desconocido Pedro Manuel de Ugartemendia, capitán, ingeniero militar y arquitecto -puede que acaso espía- y del que ya he hablado en más de una ocasión en otros correos de la Historia.

A él le tocó vivir en territorio vasco ocupado por las tropas napoleónicas, parece que contemporizó con el invasor, pero, dado el modo en el que salió librado de esa comprometida situación, cuando retorna el gobierno patriota a esa zona, da más bien la impresión de que trabajó allí como agente encubierto al servicio de la que entonces se llamaba “Justa causa de la nación”. En definitiva: un héroe que, como tantos otros agentes encubiertos, se habría jugado, entre 1808 y 1813, el pelotón de fusilamiento.

El hecho de que las restauradas autoridades patriotas le encargasen el cuidado de importantes carreteras guipuzcoanas, habla en favor de esa hipótesis. Fuera como fuese el caso es que, en 1813, gracias a él, al capitán Ugartemendia, el Ejército aliado, bajo mando de Wellington, consiguió tener todo lo preciso para que, desde los transportes británicos y aliados abarloados en Pasajes, llegasen a las tropas municiones, víveres, uniformes… todo lo necesario para que en 1814 Napoleón se rindiera. Para que, en definitiva, acabase sus días como prisionero de estado en la isla de Santa Elena un 5 de mayo de 1821…

Puede que el capitán Ugartemendia fuese sólo uno más entre muchos otros ingenieros y soldados que consiguieron eso, pero desde luego su aportación no puede, ni debe, ser pasada por alto. Este miércoles, a las seis en punto de la tarde, trataremos de que eso no sea así, el que estas líneas escribe y el diputado de Cultura de la actual Diputación guipuzcoana Harkaitz Millan, por medio de un acto público en la Biblioteca Koldo Mitxelena de San Sebastián, acompañado de una conferencia, emitida en directo y a través de las ondas de Internet por este canal https://www.youtube.com/user/GipuzkoaKultura/live, en la que se contará esa faceta casi desconocida de la vida y la muerte de aquel hombre que dominó Europa durante 10 años y murió oscuramente en una isla ante la costa de África un 5 de mayo de 1821.

Después de haber dado forma a millones de vidas que quedaron mediatizadas por sus ambiciones. Como la del capitán Ugartemendia. O la del navegante Manuel de Agote, de quien también se darán importantes noticias en dicho acto, a cuenta y razón de la Asociación de Amigos del Museo San Telmo…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


mayo 2021
MTWTFSS
     12
3456789
10111213141516
17181920212223
24252627282930
31