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Carlos Rilova

El correo de la historia

¿Dios salve a la reina? Breve Historia británica de Victoria I a Isabel II (1837-2022)

Por Carlos Rilova Jericó

Parece que el verano de 2022 -el que acaso sea el último de Klingsor, y me refiero al hechicero diabólico, no al pintor- se empeña en que el correo de la Historia se centre en temas algo fúnebres…

Si la semana pasada era inevitable hablar del último presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, a causa de su deceso, éste parece también inevitable tener que hablar de Isabel II, que oficialmente ha fallecido este jueves a los 96 años y después de haber superado -por bastantes más- el que fue el reinado británico más largo. El de su tatarabuela Victoria, que sólo dura 63 años frente a los 70 de la tataranieta Isabel.

No ha sido pequeño el ruido mediático que ha fomentado esa real muerte, acaecida entre una mañana bajo vigilancia médica “confortable” y un rápido fin a media tarde del mismo día…

Y en ese ruido mediático -ya tardaban- muchos han sacado a relucir la Historia. Principalmente a causa de las reacciones de ciertos políticos españoles. Como la presidenta de la Comunidad de Madrid Isabel Díaz Ayuso, que ha decretado tres días de luto oficial en dicha comunidad autónoma por esa razón.

Así la ira ha corrido libremente por las calles y por los callejones electrónicos de las redes sociales, que han magnificado el eco de quienes opinaban que nada había que lamentar en España por la muerte de Isabel II. O en Argentina, donde ha habido hasta programas de Televisión que han brindado con champán por la muerte de “la vieja”. Literalmente y en sus propias palabras.

Obviamente en Argentina recordaban así la Guerra de las Malvinas y que ese archipiélago sigue en manos británicas. De ahí ha venido esa furia. En España -obviamente también- Gibraltar ha sido el caballo de batalla. Así como la opinión- no muy bien documentada- de la enemistad de siglos entre españoles y británicos. Eso por no entrar en lo dicho por lo que algunos historiadores llaman la “franja lunática”, en la que se considera a la alicaída monarquía británica fautora de diversas conspiraciones mundiales. Algo que -hay que reconocerlo- Buckingham Palace se ha ganado a pulso, merced a las declaraciones sobre exceso de población mundial que se recogieron de boca del rey consorte, Felipe de Edimburgo, allá por 1988.

En ese rifirrafe, por supuesto, ha tenido que aparecer también el eminente almirante y general guipuzcoano Blas de Lezo, al que se saca a pasear cada vez que hay que conjurar a los británicos. Acaso para demostrar que, en efecto, si somos una colonia anglosajona (como decían muchos de esos iracundos opinadores), el éxito del lavado de cerebro ha sido total, pues sólo podemos defendernos con memes estúpidos atribuyendo a aquel decantado militar dieciochesco frases que jamás pronunció. Tales como que “al soltar los calzones” (como se decía en su época) un buen español tenía que apuntar el resultado de esa operación de alivio fisiológico hacia Gran Bretaña…

En efecto, tal modo de razonar, propio de niños pequeños cambiando cromos en el recreo, no es más que un síntoma del subdesarrollo cultural que padece España.

Caso contrario el nivel de lo dicho y hecho en ese país en relación a la muerte de Isabel II -desde la Real Casa de Correos en Madrid hasta el último tuitero soltando espuma por la boca en su cubículo- habría sido tal vez más brillante y menos kitsch.

Y es que los historiadores llevamos décadas escribiendo en el susodicho país y sobre la Historia del susodicho país como para que, por un afortunado acaso, se actuase en España, en ocasiones como éstas, de manera más inteligente y sutil.

Comparar algo los dos reinados de Victoria I y de Isabel II, a través de la Historia, sin duda podría ayudar mucho a remediar este desaguisado. Voy a intentarlo pues.

Comencemos por Victoria I, la que sería reina-emperatriz dueña de un vasto imperio que abarcaba una buena cantidad de superficie terrestre. Su reinado oficial comenzaría en 1837 siendo ella muy joven, lejos aún de la severa matrona que ha dado nombre a una época -la victoriana- hoy llena de glamour en medio mundo gracias a Sherlock Holmes, Jack el Destripador y las películas de James Ivory entre otras razones.

En esas fechas la España constitucional y liberal se debatía en una guerra contra el Absolutismo contumaz del hermano de Fernando VII, que quería ser rey en lugar de nuestra propia Isabel II. Gran Bretaña, también en esos momentos, y al menos un par de años antes de que Victoria subiera al trono, ya se había dado cuenta de que su gran éxito en Waterloo la había dejado aislada como única monarquía constitucional en Europa. Así hasta la revolución de 1830, que ofrecerá a aquel “bicho raro” en ese continente de la Santa Alianza absolutista -extendida de Rusia a Portugal- su primer balón de oxígeno, liberando a Francia de manías despóticas.

Pero el problema persistía a retaguardia de ese nuevo aliado británico: si España y Portugal eran absolutistas, mal iba a ir todo para Londres. De ahí el apoyo de la regencia, y después de Victoria I, a la monarquía constitucional de su prima Isabel II.  Ayuda puesta en hechos por medio de dinero y material de guerra de primera en forma de voluntarios y modernos barcos de vapor erizados de cañones. De todo eso hablé hace varios años aquí mismo y en otros medios. Parece ser que en vano.

En 1901, ocurrió algo parecido. Pronto lo percibió el magnate donostiarra Fermín Lasala y Collado, duque de Mandas, enviado a la corte de la reina Victoria para que, bajo la férula de su extenso poder, España pudiera rehacer el imperio perdido en Cuba, Puerto Rico, Filipinas… Otra vez, tras el entierro apoteósico de Victoria, al que asistió -y describió- nuestro hombre en Londres, se puso en marcha el mismo mecanismo que en 1835: España era una pieza clave para el equilibrio de poder británico, se le debía por tanto entregar un nuevo imperio africano. Las minutas del ministro de Exteriores inglés eran de una claridad meridiana, tal y como publiqué en mi tesis doctoral ya en 2008. Había que entregar al embajador español, Lasala y Collado, lo que pidiera… Porque sencillamente España sería un aliado clave si a los rampantes Estados Unidos les daba por volverse, otra vez, contra Canadá o Jamaica tras su éxito de 1898.

Hasta ahí la actitud de los británicos hacia los españoles en época de Victoria. ¿Ha sido igual durante el reinado de Isabel II? Pues, la verdad, y ya me desmentirán -o no- mis colegas del Futuro, la recién fallecida reina actuó frente a España -desde que accede al trono en 1952- con un perfil bastante bajo (al menos hasta la restauración de 1978) ante un país que seguía siendo estratégico… pero no ya para un imperio en rápida transformación a una especie de simple comunidad económica británica.

La última vez que España pudo tener interés para Gran Bretaña en ese sentido, fue durante la Guerra Civil. Como lo demostraron las inquietudes de Churchill y otros eminentes “tories” como Anthony Eden y lady Atholl. Momento en el que Isabel II era tan sólo una jovencita que vestiría, en poco tiempo el uniforme para defender a su país de los mismos que habían arrasado con la España republicana. Tal y como Churchill temía. Problema geoestratégico que se hubo de resolver a golpe de soborno en esterlinas a los generales de Franco para que éste se estuviera quieto…

A partir de 1945 es a Estados Unidos a quien interesará lo que pase, o haga o deje de poder hacer, España. Isabel II se limitará a mirar y asentir, siguiendo las directrices del devenido hermano mayor estadounidense. Especialmente tras el fiasco del Canal de Suez en 1956 (con Anthony Eden de protagonista otra vez), cuando ella ya está en el trono y donde se constató -como habría dicho Orwell- que había países vencedores en la Segunda Guerra Mundial, pero había unos que eran más vencedores que otros. Por ejemplo unos Estados Unidos que apercibieron a Londres, en ese año de 1956, acerca de que los tiempos de Isabel II no eran ya los de Victoria I…

Hasta ahí, desde la Historia, queda lo que se puede decir de esta cuestión. Luego que cada cual resuelva si la desaparición de la que fue soberana británica hasta el jueves, debe ser más o menos llorada en una España que sigue clamando por Gibraltar o nos tiene que importar más o menos. O, al contrario, si algunos en este país tienen que empezar a pensar que quizás han leído demasiada de esa Prensa que llaman “del corazón” (o a saber qué “Manual de instrucciones”) y muy pocos libros de Historia -española y británica- como para poder actuar de manera ponderada -sin exceso pero también sin defecto- en esta cuestión.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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