Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana pasada nos ha dejado, ya a una edad avanzada, Teófanes Egido.
Un gran historiador español. O, más bien, un gran historiador europeo, de hecho.
El profesor Egido era un viejo conocido para cualquier estudiante de Historia. En las bibliografías de los cursos de Historia Moderna, su nombre aparecía, discreta pero persistentemente. Y es que este sacerdote carmelita dedicó buena parte de su vida a escribir sobre temas capitales de esa época. Hoy, después de su paso por este mundo, a la hora de valorar lo que deja en él, se destacan sus estudios sobre aquel período álgido de la Historia europea que fue el comienzo de la Edad Moderna. Ese siglo XVI en el que la Iglesia católica sucumbe a sus propias contradicciones bien plasmadas en las cortes papales del Renacimiento. Donde el Sumo Pontífice podía ser, al mismo tiempo, un jefe militar al estilo de otros condotieros o jefes de mercenarios italianos, un mecenas de ese grandioso Arte que hoy llamamos “Renacimiento”, un cortesano atrapado en una oscura red de intrigas, un príncipe temporal no muy distinto a, por ejemplo, los Médicis o los Sforza, y, al mismo tiempo, y, sobre todo, el guía espiritual de millones de almas que creían en la verdad del Evangelio de una religión basada en la humildad, la pobreza y el perdón de las ofensas más terribles.
Unas contradicciones entre lo predicado y lo hecho a las que se sumaban actos de Nepotismo y venta de bienes espirituales -como el perdón de los pecados post mortem- que acabaron incendiando los ánimos de miembros de esa Iglesia menos dispuestos a cerrar los ojos ante lo que, en realidad, parecía pecado de simonía.
Fue el caso de Martín Lutero, monje católico -como el mismo Teófanes Egido- que ahorcó sus hábitos y pidió una reforma a fondo de la Iglesia. Lo cual condujo a un cisma en el que se mezcló Guerra y Política (de la especie más intrigante y despiadada) a la cual siguió una Contrarreforma en la cual, aparte de más Guerra y Política (también intrigante y despiadada), aparecen grandes figuras del Catolicismo que sinceramente creen en una limpieza y rearme moral de esa Iglesia. Algunas de ellas elevadas a la santidad. Como Teresa de Jesús. Una personalidad histórica que el profesor Egido investigó con tanto cuidado como a su rival: Martín Lutero.
Fueron esas investigaciones aplaudidas en el mundo académico, pero también reconocidas por autores “bestseller”. Como Miguel Delibes. Otro fruto notable de las llanuras castellanas. Delibes, en efecto, pidió ayuda al profesor Egido para una de sus novelas más conocidas: “El hereje”, que reflejaba buena parte de los trabajos de Teófanes Egido sobre Santa Teresa de Jesús, Martín Lutero, el Erasmismo español…
Algo que ponía al profesor Egido a la altura de los que han sido los verdaderos maestros de historiadores en Europa. Es decir: los franceses de la llamada “Nueva Historia”. Como Jean Delumeau. En compañía del cual aparecía citado numerosas veces. Porque Delumeau, autor de “El catolicismo de Lutero a Voltaire”, cultivó, desde Francia, los mismos campos que cultivó Teófanes Egido.
Porque, en efecto, Teófanes Egido también escribió sobre las consecuencias finales de los cambios que se operan en Europa desde la Reforma protestante hasta la Ilustración volteriana que lleva a la revolución francesa. Así puso su atención tanto en Lutero como en los hijos espirituales de Voltaire que en España, en el reinado de Carlos IV, inician la versión peninsular de la definitiva revolución francesa.
Así Teófanes Egido fue también un maestro en esa “Nueva Historia” a la altura de, en efecto, Delumeau o de las escasas celebridades académicas españolas como Julio Caro Baroja.
Recuerdo hoy, en esta fecha de su paso por este mundo, un pequeño ensayo titulado “El motín madrileño de 1699”, publicado en el año 1980, en el número 2 de la la revista “Investigaciones históricas. Época Moderna y Contemporánea”.
En él el profesor Egido fijaba su atención en lo que parecía un insignificante hecho, una microhistoria, de la Villa y Corte de Madrid en el último año del reinado del rey Carlos II, mal llamado “el Hechizado”. Se trataba del que fue descrito como “Motín de los gatos”. No porque estos amables y útiles felinos tuviesen nada que ver en el asunto -como sí ha ocurrido en otras ocasiones, bien descritas por otros historiadores como Robert Darnton- sino porque, ya en esa época, los madrileños recibían el apodo de “gatos” y muchos de ellos fueron los protagonistas de esos hechos que parecían -sólo parecían- un preludio de lo que ocurriría cien años después, en París, un 14 de julio de 1789.
En 1699, por supuesto, los fines de los amotinados y quienes movían los hilos detrás de ese descontento popular, estaban lejos de pretender o buscar un cambio político radical. Aunque, como recordaba el propio Teófanes Egido, Antonio Cánovas del Castillo lo calificase como auténtica revolución, en otra de sus fulgurantes y controvertidas reflexiones sobre España y su Historia.
En cualquier caso, el profesor Egido da en este ensayo sobre aquel motín de los “gatos” madrileños, del 28 de abril de 1699, una verdadera lección magistral de Historia a la altura de lo que se estaba haciendo en Francia o Gran Bretaña en esas mismas fechas. Así, con precisión, describe el hecho como algo que caminará entre el motín de hambre antiguorregimental descrito por historiadores como George Rudé y lo que sería una genuina revolución como la que tiene lugar en París un siglo después.
Nos hace así ver el peso que tiene la cuestión de la falta de subsistencias por problemas de mala cosecha -como en Francia en 1789- y la ausencia y mala calidad del pan, alimento básico que llega a faltar incluso en las mesas de personas poderosas y de la propia Corte, que deben hacerlo traer desde los alrededores de Madrid, a mucha distancia y protegido por fuertes escoltas…
También hablaba el profesor Egido de cómo el motín es inmediatamente mediatizado por las intrigas de la Corte, dividida en facciones a favor de la continuidad de los Austrias en España y los que, guiados por el embajador de Luis XIV, trabajan para que los Borbón ocupen el trono español y su vasto imperio. La ocasión será rápidamente aprovechada por estos mismos para cargar contra el corregidor Francisco de Vargas, que provoca a la multitud riéndose estúpidamente de sus penurias y consiguiendo así que lo apedreen a conciencia, haciendo volar de su cabeza la preceptiva peluca in-folio, tan a la moda en aquella Europa barroca.
No hay más tras esos hechos, nos explicará Teófanes Egido. Salvo que el conde de Benavente contendrá paternalmente a las masas enfurecidas, que acuden al Alcázar Real a pedir la intervención del rey para detener estos desmanes, y aprovechará la ocasión para redirigir a esas turbas en la dirección adecuada a los intereses del partido borbónico, volviéndolos contra el Consejo de Castilla, núcleo duro del Austracismo dirigido por el conde de Oropesa.
Tras eso la ira popular será contenida con promesas y con la intervención de fuerzas armadas como la Guardia Alemana del rey, diluyéndose lo que no podía ser por mucho tiempo pues, como subrayaba el profesor Egido, aquella baja plebe, sin el apoyo de la burguesía matritense, que -pese al hambre- se mantiene al margen, no podía acabar de otro modo. Salvo siendo manipulados en sus reclamaciones de pura subsistencia por intrigas cortesanas para remover del poder a clanes rivales. Tal y como era habitual en Europa, hasta un siglo después, un 14 de julio de 1789, en el que esos factores tradicionales cambian y se convierten en esa Historia narrada por grandes historiadores como Teófanes Egido…