Por Carlos Rilova Jericó
Hubiera preferido que este nuevo correo de la Historia estuviese dedicado a cualquier tema que no fuera aquel del que, finalmente, voy a escribir hoy. No es otro que el que tiene como telón de fondo la enésima tragedia que ha desencadenado una gota fría -lo que ahora llaman ciertos medios “DANA”- en el Levante español.
¿Deben, o pueden, los historiadores decir algo ante esos hechos? Es una pregunta que me vengo planteando desde hace una semana, más o menos. En principio parece que nada tendríamos que decir sobre el luctuoso tema. No parece que sea Historia, sino más bien asunto de periodistas y políticos. Como mucho de arquitectos y de ingenieros. Por lo tanto mejor sería, para los historiadores, contemplar -con caras más o menos contristadas- lo ocurrido y esperar a que pase el tiempo y todo eso -la ruina y la Muerte en varios pueblos valencianos- se convierta en, como muy vulgarmente se dice, “Historia”. Como mucho, quizás, podríamos ponernos, en algún lado, un lazo negro como han hecho muchos en un gesto, no muy útil, en solidaridad con esos valencianos que lo han perdido todo.
Lo cierto es que esa sería una salida fácil. Y seguramente más conveniente para evitar meterse en problemas (de todo tipo) en un ambiente donde la simplificación periodística y la lucha política lo han enturbiado todo, ensombreciendo cualquier aportación técnica, científica, a esta cuestión.
Pero la realidad es que ya ha salido a relucir la Historia a ese respecto. Aunque sea sottovoce -o de manera más airada- ha habido quien ha dicho que la tragedia de los pueblos valencianos arrasados por las avenidas, se podía haber evitado. Y no sólo con dar una alarma con más tiempo de antelación del que se dio, sino con algo de Historia.
Pasemos así a considerar sólo hechos comprobados por esa Ciencia tan aludida y que algunos charlatanes mediáticos pretenden últimamente patrimonializar con bastante ahínco. Por ejemplo que en el Norte de África y en el Sur de España hay una configuración del terreno -esto es Historia geológica- y del régimen de lluvias, que favorece crecidas rápidas y violentas de los cauces de ríos que, obviamente, se desbordan. Lo que ha ocurrido en Valencia es otro episodio idéntico a los que han quedado constatados, durante siglos -insisto- en las crónicas recogidas desde, al menos, la Edad Media. Esto es un echo comprobado de manera irrefutable. Y científicamente. Tenemos así datos, puramente científicos, sí, que muestran, claramente, que en esas regiones los cauces secos -el término técnico en Geografía es “wad”, palabra árabe usada en el Norte de África por razones obvias-, las ramblas, avenidas, rieras…, suelen inundarse periódicamente y arrasan con las poblaciones donde no se han hecho obras de canalización o, simplemente, se ha construido justo encima o al lado de esos “wads”, cauces secos, avenidas, ramblas…
¿La Historia, como ya se ha dicho, podría, o debería, haber aportado algo en ese sentido? ¿Haber actuado como una alarma que hubiera evitado la catástrofe muchos años -décadas de hecho- antes de que se produjera el aluvión de ruina y muerte que ha arrasado Paiporta y otras poblaciones en torno a Valencia? Por supuesto. Y por eso mismo estoy escribiendo ahora este nuevo correo de la Historia que, en realidad, no quiero escribir, que, en realidad, temo escribir.
Porque lo cierto es que, como historiador, ya hace muchos años que me interesé por la Historia del clima y el panorama que me encontré fue, sencillamente, desolador. Así comprobé, pronto, el nulo interés por investigar seriamente la cuestión por parte de muchas de esas instituciones, que tanto hablan de “cambio climático” y parece que se preocupan mucho por él y ahora se tiran palos y trastos a las cabezas (a veces literalmente) por lo ocurrido en Valencia. He visto así desembocar propuestas de investigación en ese sentido en respuestas que han ido desde “con la puerta en las narices”, al tan estúpido como despectivo “silencio administrativo”, pasando por el “dejemos este informe en el fondo de un cajón, a ver si desaparece”. Todo ello son hechos también constatados. Así, salvo discursos propios de predicadores iluminados o charlatanes, la conclusión que saqué de todo aquel blablablá sobre el tema, fue, sí, en triste definitiva, el nulo interés por estudiar seriamente los datos de la Historia climática disponibles para evitar catástrofes como la de Valencia.
En el caso concreto de España, como no podía ser menos y la catástrofe de Valencia lo demuestra, hay ejemplos de esa desidia y charlatanería vacua realmente chocantes. Desde hace dos décadas yo he podido trabajar con documentos históricos que recogen sistemáticamente, con todo detalle, datos climáticos de una vasta área mundial. Se trata de los diarios de navegación y estancia de Manuel de Agote y Bonechea. Un ilustrado vasco, guipuzcoano y getariarra -como Juan Sebastián Elcano- para más señas. De él he escrito aquí -y en otros foros- bastante. Al parecer en vano.
Agote fue rival y contemporáneo de James Cook -ese, sí, célebre, como todo buen anglosajón, por supuesto- y como agente comercial de dos compañías -Ustariz y San Gines y la Real de Filipinas- navegó entre 1779 y 1797 por el Atlántico, el Índico y el Pacífico y tomó minuciosas notas de precipitaciones, fenómenos climatológicos extremos, tormentas… en todos esos mares y océanos. Así como en tierras africanas, americanas y asiáticas.
Su obra, plasmada en esos “diarios”, no es una recopilación de datos aproximados sino una serie de tablas donde se recogen, día a día de esos años, latitudes y longitudes exactas -con los métodos científicos aplicados a la navegación desde esa época- a las que se añaden mediciones de temperatura, precipitaciones y datos similares. A ello se suman también, desde luego, descripciones minuciosas de fenómenos extremos como el tifón que, en septiembre de 1779, arrasa la costa de Filipinas dejando un espectáculo casi idéntico al que hemos visto esta última semana en Valencia.
Bien, pues ahí está toda esa información. Digitalizada en la página web del Museo Marítimo Vasco de San Sebastián. Y escrito con la diáfana letra de un ilustrado vasco del siglo XVIII.
Ahí está, sí, y, desde luego, parece que se le ha hecho caso nulo. Comprensible, ¿verdad?, para la obra de un navegante que tuvo la desgracia de no ser anglosajón y no llamarse, por ejemplo, James Cook. Así funciona este maravilloso mundo nuestro… Pero, por mi parte, dicho queda y con esto mi conciencia queda, a su vez, algo más tranquila. Sé que, al menos, ahora nadie podrá decir que los historiadores pasamos de largo o callamos, como si nada, ante lo ocurrido en Valencia en noviembre de 2024.
Dicho esto, quizás, ahora ya se sabrá qué precauciones previas estudiar en determinadas zonas para no construir -ni reconstruir, que ya se está hablando de eso- donde, con o sin cambio climático, habrá una riada cada equis años. ¿Se hará algo, aparte de matar a los mensajeros? Esperemos que sí. Por el bien de todos. Hasta el de quienes no ven más allá de unos intereses muy cortoplacistas que pueden acabar en catástrofe y tragedia personal para muchos. Una que, de seguro, se podía haber evitado sustituyendo un vacuo (y ahora criminal) charlatanismo con un trabajo serio, científico, que, evidentemente, ha sido deliberadamente soslayado, preterido, apartado, ignorado, rechazado… por quienes tanto mencionan, en vano, la palabra “Ciencia” con la que, al parecer, gustan de hacer titulares y telediarios.