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Carlos Rilova

El correo de la historia

Avatares de un artista barroco. Rubens: pintor, aristócrata, embajador…

Por Carlos Rilova Jericó

Hay en estas fechas en las que escribo una exposición en el Museo del Prado de Madrid dedicada al pintor Rubens. Un artista, se diría, que poco o mal conocido, pues parece haber pasado a la posteridad como poco más que alguien que pintaba mujeres de un físico bastante desbordado. Recuerdo, por ejemplo, mencionarlo, hace algunos años, en algún medio de comunicación, como prueba de que en ciertas épocas el canon de belleza no era precisamente el de mujeres delgadas, de complexión más bien atlética.

Obviamente una visión un tanto simplista del autor, de su época y de su obra. Sobre todo si comparamos las casi obesas Tres Gracias que Rubens pintaba entre 1630 y 1635 y la Venus del Espejo que su amigo Diego Velázquez plasmó hacia 1647 y que, sin lugar a dudas, muestra cómo de un pintor barroco a otro la diferencia en el canon de belleza femenina era casi abismal, pues la Venus velazqueña es una muchacha esbelta y en una forma física que serviría de reclamo a cualquiera de los muchos gimnasios que llenan nuestras ciudades hoy día. Y, por cierto, lo mismo se podría decir de la primera esposa de Rubens, Isabella Brant, muy lejos de esas mujeres de cuerpos gruesos si nos fiamos del autorretrato que se hizo Rubens en compañía de ella, pintado en 1609…

Parece evidente que, si se recuerda a Rubens sólo por detalles así, tan endebles, algo falla en lo que se sabe de artistas como ese al que ahora se dedica toda una exposición en el Museo del Prado.

Así es. Pedro Pablo Rubens, aparte de pintar, casi siempre, esas poco atléticas figuras femeninas, que son lo primero que viene a muchas cabezas cuando se piensa en él, tuvo una interesante trayectoria como artista y, además, una vida digna de esas series de televisión y películas que se hacían en la época anterior a Netflix.

Rubens nace en 1577 en Siegen, una ciudad prusiana que desde esas fechas hasta el año 1945, pasará por un vasto catálogo de desgracias bélicas. Son las que van desde los comienzos de la guerra de los Ochenta Años entre los Habsburgos españoles y los rebeldes holandeses, de 1568 a 1648, hasta los bombardeos de saturación aliados durante la Segunda Guerra Mundial. A añadir a todo eso además el ser parte, ya en el siglo XVIII, de Prusia. Uno de los reinos más belicosos del momento y con un Ejército que se convirtió en ejemplo de una sociedad volcada a hacer, ante todo, la Guerra. Se diría pues que Rubens nació en un lugar maldito.

Desde luego su existencia se desarrolló, pese a cierta placidez general, saltando de guerra en guerra. Sin embargo, en medio de esas dificultades asociadas a las guerras de religión, de verdadero exterminio entre católicos y protestantes, Pedro Pablo Rubens sabrá abrirse paso en un oficio tan complicado como el de pintor. Su madre, especialmente, será la que sepa orientarle por ese camino. Y lo hará no precisamente gracias a la buena cabeza de su marido, Jan, que dejándose llevar por un “amour fou” hacia Ana de Sajonia -esposa del jefe del partido protestante, Guillermo de Orange- conseguirá, aparte de que éste lo meta en prisión durante dos años por ese desmán, que toda la familia deba exiliarse en Amberes. Ciudad que, desde 1585, ha vuelto al redil católico.

Allí, la madre de Rubens, pronto viuda de su infiel marido, buscará la protección para su hijo de la poderosa casa Arenberg. Uno de los principales apoyos de la causa española y católica en los Países Bajos. Gracias a eso Pedro Pablo Rubens continuará mejorando -como servidor de los Arenberg- una esmerada educación ya iniciada con su, para otros asuntos, irreflexivo padre.

Convertido así en un joven prometedor, seguirá esa segura senda cuando vaya, como todo buen aspirante a artista, a estudiar a Italia. Allí buscará la protección de Vincenzo Gonzaga, duque de Mantua.

Tras su estancia en Italia, Rubens -con la lección bien aprendida sobre lo que un artista necesita para vivir de su Arte- se alineará con los círculos de poder de los Habsburgos, pintando para la corte que gobierna los Países Bajos que aún no se han levantado en armas contra la autoridad de esa poderosa dinastía y, lógica y casi inevitablemente, para la corte de Felipe III y de su hijo Felipe IV.

Este rey, como nos explicaba Jonathan Brown en su magnifico libro “Imágenes e ideas en la pintura española del siglo XVII”, era un decidido admirador de ese Arte. Algo lógico no sólo en tanto que testa coronada que usaba de la imagen para reforzar su poder, sino en su calidad de pintor aficionado.

Otro detalle (esa faceta de Felipe IV como pintor amateur) que puede parecer superficial pero que, como explicaba el profesor Brown, en una sociedad como la europea del Barroco era más importante de lo que se pueda creer.

En efecto, en aquella sociedad anterior a la revolución francesa, el mérito en algún oficio o trabajo más que abrir puertas para el ascenso social, las cerraba. En esa situación incómoda vivían o trataban de vivir quienes se dedicaban al Arte. Porque ejercer un trabajo manual se consideraba como un pasaje seguro a no poder demostrar, jamás, nobleza alguna. Esa categoría social que en aquellos siglos prerrevolucionarios era la única que permitía acceder a mitras episcopales, altos rangos en el Ejército y la administración civil y, en fin, a cualquier puesto de poder y altamente remunerador.

Felipe IV, por sorprendente que parezca, era, en esa cuestión, un monarca de ideas que hoy consideraríamos más bien avanzadas y que no tenía duda alguna acerca de que los pintores que trabajaban para él -y para la gloria de su reino- eran gentes nobles y que merecían la más alta estima y no ser tratados como otro criado más de los muchos que servían en Palacio.

Con Pedro Pablo Rubens fue extraordinariamente generoso. No sólo lo ennobleció con un título, sino que usó de todo su regio poder para, en contra del criterio de sus propios cortesanos, hacer de Rubens su embajador ante la corte de Carlos I Estuardo y poner así fin a una guerra que había durado, desde 1623 hasta 1630, por el simple hecho de que el príncipe inglés había sido rechazado como futuro esposo de la hermana de Felipe IV al negarse a convertirse al Catolicismo. Episodio que, supongo, es bien conocido a través de cierta famosa serie de novelas españolas.

Todo ese avatar de Rubens para poner fin a la guerra ocasionada por aquel embrollo dumasiano, fue contado -en un pequeño opúsculo- por Gregorio Cruzada Villaamil nada menos que en el año 1874. Allí este erudito español daba cuenta de la habilidad de Rubens no sólo como pintor, sino como diplomático que pudo convencer tanto a Carlos I como a su fiel valido, el duque de Buckingham, de las ventajas de firmar la paz con aquella España que había desairado al soberano inglés.

Una habilidad que valió al sagaz Rubens no sólo inmensas cantidades del por demás escaso oro inglés, sino un nuevo título nobiliario -el de caballero o “sir”- y varios encargos como pintor para la corte inglesa plasmados en cuadros glorificando al santo protector de Inglaterra -San Jorge- matando al dragón, un retrato del propio duque de Buckingham y la decoración de los techos de la Banqueting House. Curioso edificio que sería de los pocos que sobreviviría al Gran Incendio de Londres en 1666 y que, además, en 1646, sería el lugar desde el que Carlos I accedería al cadalso donde lo ejecutaría la facción parlamentaria que triunfa en la primera guerra civil inglesa.

Este, en definitiva, fue Pedro Pablo Rubens, alguien, como vemos, que hizo algo más que pintar mujeres de un físico desbordante y llamativo…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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