Por Carlos Rilova Jericó
Hace unas pocas semanas comentaba en otro correo de la Historia lo asombroso que resultaba que Europa estuviese regida por personas que decían en sus currículums haber sido alumnos -incluso brillantes- de escuelas y universidades de élite y que con sus discursos y actos en la actual crisis geopolítica -la Unión Europea enfrentada al gigante ruso- demostraban o bien que habían inflado dichos currículums o que esos estudios parecían haberles servido de bien poco.
El modo infantil en el que la comisaria europea encargada de emergencias varias aconsejaba en un video hacerse con un kit de supervivencia para 72 horas, es una buena prueba de ello y, de paso, del hartazgo que esa propaganda está produciendo en la opinión pública ya apenas sin distinción de color político.
Los planteamientos que surgen de esa cúpula del poder de la Unión Europea son, en efecto, casi pueriles y salen de personas que no parecen tener ni siquiera el mínimo conocimiento de las relaciones entre Rusia y el resto de Europa a lo largo de la Historia. Una que va desde el siglo XVIII hasta, si se quiere, el incidente de los dos bombarderos pesados rusos Tupolev 160 que invadieron el espacio aéreo europeo hasta llegar a Bilbao, en 2016, con una demostración de fuerza apabullante que ya se comentó en el correo de la Historia de 10 de octubre de ese año.
Me parece pues oportuno recapitular hoy aquí algo sobre el asunto de la Historia de las relaciones entre Rusia y el resto de Europa, ya que, por lo visto, el derroche en sueldos de funcionarios en Bruselas parece no dar para este mínimo de información básica que necesitaría ahora la opinión pública europea. Más aun que el ridículo kit de supervivencia propuesto por la comisaria de emergencias…
Ansias rusas sobre toda Europa las ha habido desde el reinado de Catalina II, llamada “la Grande”. Una princesa, por cierto, alemana de pura cepa que sólo puede considerarse rusa por haber sido elegida para casarse con el nieto de Pedro I -también llamado el Grande- y que, por avatares de la casi siempre revuelta política moscovita, acabaría siendo zarina de Rusia hasta el año 1796.
Nos cuenta en “Catalina la Grande” uno de sus biógrafos, Ian Grey (historiador inveterado especialista en Rusia hoy curiosamente ausente en la agenda informativa), que la zarina en 1787, hablando con el poeta Derzhavin, dijo a éste que si pudiera vivir doscientos años “toda Europa quedaría sujeta al cetro ruso”. Un exceso verbal de la controvertida emperatriz que, sin embargo, los hechos históricos posteriores desmintieron.
Eso ocurrió en París justo ahora hace 211 años, el 30 de marzo de 1814. En esas fechas una gran coalición de países europeos, entre ellos la Rusia de Alejandro I, avanzaba sobre la capital francesa para doblegar finalmente las ambiciones del llamado Primer Imperio francés y conseguir que Napoleón, que realmente sí había tenido bajo su cetro a Europa, abdicase y se rindiera del modo más incondicional posible.
Como era habitual en la época napoleónica, se hicieron numerosos grabados de esos hechos. Ver hoy esta Historia gráfica impresiona. Algunas de esas estampas -como la que ilustra este nuevo correo de la Historia- muestran al Ejército ruso asaltando las fortificaciones improvisadas en torno a los molinos de las colinas de Montmartre. Ese mismo lugar en el que años después, a finales del siglo XIX, bulliría la Bohemia de artistas como Tolouse-Lautrec, los restantes impresionistas y gran parte de la vanguardia artística europea, agrupados en torno a famosos cabarets -como el Moulin Rouge- que recordaban lo que había realmente en ese barrio de París ese penúltimo día del mes de marzo de 1814.
Así vemos en esas imágenes cómo por esas colinas por las que hoy, todavía, pasean -más o menos tranquilamente- bandadas de turistas, marchaban en 1814 ordenados regimientos rusos de corte napoleónico y tomaban al asalto esas últimas defensas del Primer Imperio francés.
En efecto, todo en esas imágenes -más o menos fieles a los hechos- nos muestra a soldados vestidos con los característicos chacós, las cartucheras y bayonetas en bandolera, las casacas de frac y todo lo habitual en esas guerras que llamamos “napoleónicas”, disparando ordenadamente por filas contra las tropas francesas que aún tratan de contenerlos a las puertas de París.
El dispositivo de los rusos y sus aliados era realmente sofocante. En él, aparte de las tropas del zar, marchan austríacos, prusianos y un contingente de Wurtenberg para cercar París en un semicírculo asfixiante, que avanza como un rodillo sobre los que ahora son esos famosos barrios de París tan visitados, tan codiciados para unas vacaciones memorables.
Napoleón, pasados los días y presionado por sus propios mariscales, abdicaría, hundido, cercado, en el palacio de Fontainebleau el 11 de abril de 1814. Rendidas todas las defensas de París los rusos, con su zar a la cabeza, entran en la capital francesa y la ocupan. Acompañados, no lo olvidemos, de austríacos, prusianos, británicos…
¿Supuso eso la temida invasión de las hordas rusas para poner a toda Europa bajo su cetro como se dejó decir Catalina II? Ni mucho menos. Los rusos, incluidos los temibles cosacos, se retiraron así se entronizó a Luis XVIII, cuando consideraron que la calma volvía a Europa tras las convulsiones napoleónicas y podían regresar a sus fronteras establecidas.
Tendrían una segunda oportunidad, en 1815, cuando los ejércitos aliados volvieron a París para poner fin al ultimo estertor napoleónico de los Cien Días, tras Waterloo. Sin embargo también en esta ocasión se retirarían sin más ocupación permanente ni poner nada en Europa occidental bajo el cetro de Rusia.
Y eso que tanto en 1814 como en 1815 muchos franceses ven con alivio la llegada de esas tropas rusas, cansados de soportar las exigencias y aventuras cada vez más desmesuradas que les imponía -como buen autócrata- Napoleón Bonaparte.
Las ambiciones rusas desde entonces parecen haber estado limitadas a lo que Ian Grey describía como el sistema de Pedro el Grande. Es decir: crear una Rusia modernizada y occidentalizada aliada con dos poderes marítimos -Gran Bretaña y Holanda- para romper el cerco sueco en el Norte y con el Imperio austríaco (y otras potencias menores) para hacer retroceder al Imperio Otomano que por el Sur impedía también que Rusia se relacionase y comerciase con Europa.
Un esquema que, con revoluciones, dictaduras del proletariado y otros cambios de por medio, sobrevivió hasta 1989 y llevó, esta vez sí, a una ocupación de partes de Europa más allá de Rusia vistas, en 1945, como último recurso ante las amenazas constantes a ese diseño político del zar Pedro.
La ignorancia -o desprecio- en Bruselas de todos esos antecedentes de las relaciones de Rusia con el resto de Europa que, lo crean o no, lo quieran admitir o no, siguen pesando tanto en guerra como en paz, como decía al principio, verdaderamente asombra. Y alarma, pues muestra claramente la peligrosa deriva en la que parece envuelta una entidad política -la Unión Europea- que, se suponía, había nacido para poner freno a la inutilidad de los constantes enfrentamientos entre países europeos.
Rusia incluida entre ellos, por supuesto, desde los tiempos de Pedro I el Grande y su heredera Catalina II…