Por Carlos Rilova Jericó
De todos los personajes históricos que he estudiado a lo largo de mis años de universidad y los posteriores, Gracchus Babeuf es uno de los que más me han llamado la atención.
Babeuf es un personaje secundario de ese gran fresco histórico que fue la revolución francesa iniciada el 14 de julio de 1789. De hecho yo diría que Gracchus Babeuf, más que un personaje secundario, es un personaje muy secundario en esos acontecimientos.
Sin embargo es alguien difícil de olvidar una vez que se ha oído sobre él en la lección de turno en un aula universitaria o se ha leído acerca de él, aunque sea de pasada, en libros como los que Albert Soboul dedicó en su día a los elementos más extremistas de esa revolución de 1789. Como los sans-culottes o el mismo Gracchus Babeuf.
Desde el punto de vista de esas sociedades que el economista John Kenneth Galbraith definía como “opulentas”, Babeuf es un personaje inquietante. Alguien que, de hecho, negaba la posibilidad misma de que pudiera existir algo parecido a esas sociedades opulentas que una buena cantidad de países en Europa, Oceanía, América… han conocido desde 1945.
Así es. François-Noël Babeuf (pues ese es su verdadero nombre) fue un hombre de vida breve y agitada, sacudido por las convulsiones revolucionarias desatadas en 14 de julio de 1789. Nace un 23 de noviembre de 1760 en San Quintín (casualmente escenario de una de las mayores batallas de ese Antiguo Régimen que Babeuf trata de destruir hasta los cimientos) y muere sin haber llegado a los cuarenta años un 27 de mayo de 1797.
Lo que ocurre entre esas dos fechas, 1760 y 1797, es una biografía que puede parecernos sorprendente, incluso errática, pero en realidad fue un producto lógico muy propio de la época en la que Babeuf vivió esa más bien breve vida.
Así nos la describe -de manera minuciosa y solvente- en la World History Encyclopedia un historiador de reciente cuño, Harrison W. Mark, licenciado por la Universidad Pública de Oswego en el estado de Nueva York.
Según Mark, Babeuf y sus ideas no quedaron sepultadas bajo el peso de los siglos casi de pura casualidad gracias a la supervivencia -contra todo pronóstico- de uno de sus socios políticos: el revolucionario de origen italiano Filippo Buonarroti. Este otro personaje histórico de aquellos días convulsos, vivió una paradoja que suele caer, como una maldición, sobre los que han dedicado la mayor parte de su vida a ese oficio, nacido en 1789, que es el de revolucionario profesional.
Buonarroti sobrevivió, en efecto, a muchos de sus amigos y compañeros de viaje en esa aventura y así en el año 1828, tal vez pese a sus propias convicciones, escribirá todo un bestseller dedicado a contar aquellos días en los que él, Babeuf y otros tantos idealistas, soñaron con instaurar al menos en la Francia revolucionaria un régimen que entusiasmó -entre otros- a Karl Marx, que lo definió como el plan de un verdadero comunista. Todo un precursor, en fin, del propio Karl Marx.
Ciertamente Babeuf desarrolló ideas muy próximas a aquellas que luego aplicó eso que llamamos “Comunismo”. Así François-Noël Babeuf, conocido tras la revolución como Gracchus Babeuf -cuando se lanza a una oscilante carrera como periodista y político- proclamará que la revolución debe ir más allá del punto al que la han llevado los reformistas del Tercer Estado y de aquel en el que la han dejado los terroristas jacobinos aniquilados por la reacción termidoriana en 1794.
Babeuf, hijo de un antiguo soldado con demasiada prole y escasos recursos, ha conocido la necesidad desde su infancia. Ha carecido así de la educación reservada a quienes se la pueden pagar, limitándose la suya a la escasa instrucción que le da su voluntarioso padre y algo más en la más bien básica escuela pública habitual en los pueblos y villas de ese Antiguo Régimen. Esa educación, más la que obtiene de forma autodidacta, lo llevan sin embargo al empleo de “feudiste” tras la muerte de su padre y la fundación de su propia familia. Limitada a su mujer y a tan sólo dos hijos.
Ese empleo de “feudiste” pese a permitir al joven Babeuf ganarse bien la vida, hará que sus ideas radicales cojan fuerza incluso antes de la revolución. Y es que su labor en ese oficio consiste en indagar y cuadrar los derechos feudales espigando vieja documentación en distintos archivos señoriales para esclarecer cuáles son esos derechos de tenencia de tierras, y sus frutos, y a quienes corresponden como miembros plenos de la nobleza.
De esa toma de contacto con las pretensiones legales de ese estamento privilegiado, el joven Babeuf saca así finalmente la conclusión de que nada puede funcionar a menos que se redistribuya igualitariamente la propiedad privada manifestada en aquella Francia del Antiguo Régimen en esos derechos de tenencia de tierras que son, todavía, su principal fuente de riqueza.
Con distintos cambios de rumbo, Babeuf mantendrá esa posición politica hasta el año de su muerte, en 1797. Así, en 1794, cuando cae el régimen del Terror jacobino, François-Noël Babeuf manifestará su alegría al saber que se ha acabado con ese Robespierre al que llama “el exterminador”. Sin embargo pronto la burguesía termidoriana, con su amor por el lujo y unas desenfrenadas ganas de vivir tras temblar bajo la sombra de una incansable guillotina, lo decepcionará cuando ve que Termidor se ha convertido en una especie de monarquía antiguorregimental bajo el disfraz de una república revolucionaria.
Todo eso llevará a Babeuf de nuevo al radicalismo, a abrazar ese jacobinismo del que ha abominado… Hasta el punto de sostener en su periódico “El Tribuno del Pueblo” -y donde hubiera lugar- que el programa de exterminio sistemático de los jacobinos debía ponerse en marcha de nuevo, así como la constitución de 1793 donde se recogía la idea de la redistribución de la propiedad privada.
Pero Babeuf irá aún más lejos, proponiendo incluso que la producción y distribución de bienes elementales estuviera rigurosamente controlada por un gobierno autoritario que recuerda a los casos más extremos del Comunismo actual, encarnado en regímenes tan duros como el de Pol Pot en Camboya o el aún vigente hoy día en Corea del Norte.
Los planes de Babeuf jamás llegaron a aplicarse porque el Directorio termidoriano podía ser muchas cosas, pero desde luego no estaba manejado por gente cándida. Así Paul Barras, su cabeza visible y pensante, manejará con habilidad los excesos izquierdistas de Babeuf para contrarrestar a la Derecha monárquica que quiere restaurar el Antiguo Régimen y, finalmente, hacer que Babeuf y sus seguidores caigan en su propia trampa para, acusados de conspiración, ser conducidos de cabeza a un tribunal que los condenase a muerte rápida en la guillotina o a muerte lenta en la deportación a las colonias francesas del Caribe. Conocidas éstas como la “guillotina seca”…
Babeuf sucumbió a la primera y su biógrafo Buonarroti tuvo la suerte de sobrevivir a la condena a la segunda, para dejar así constancia de ese curioso intento de aplicar una dictadura comunista a partir de la revolución francesa de 1789.
Así acababa un plan bastante demencial que, sin embargo, lleva doscientos años rondando como una pregunta insistente en la mente de muchos pensadores políticos y llega hasta nuestros días bajo distintas formas que van desde la democracia burguesa, aborrecida por Babeuf, hasta la socialdemocracia. Pasando por regímenes genocidas y totalitarios que cuentan fríamente los seres humanos a eliminar. Ese problema es el mismo que Babeuf veía en 1792: ¿cómo producir riqueza y distribuirla adecuadamente entre un número determinado de habitantes del planeta Tierra?
Para los admiradores de Babeuf la solución, casi siempre, ha pasado por algún tipo de dictadura que, ábaco en mano, no ha dudado en eliminar población que les parecía “sobrante”. Otros, sin embargo, más optimistas, han confiado en el crecimiento libre, de laissez faire, de una Economía industrial y mecanizada que, de eso no cabe duda, ha creado un volumen de riqueza que habría dejado confundido y boquiabierto a Gracchus Babeuf llevándolo así, tal vez, a reformular sus ideas de reparto de la pobreza por decreto dictatorial y racionamiento estricto. Pues ese, y no otro, era en definitiva el último fin de Babeuf y de aquella conspiración fallida que fue llamada de los “Iguales”.
Vistas las cosas en perspectiva, desde el siglo XXI, parece casi un alivio que tan desmesurado plan no llegase a tener lugar, habida cuenta de los fiascos en los que se convirtieron regímenes como el de la URSS, inspirados por ese gran admirador de Gracchus Babeuf que fue Karl Marx…