>

Blogs

Carlos Rilova

El correo de la historia

Le Procope. O un capítulo de la Historia del helado

Por Carlos Rilova Jericó

Se dice que todo tiene un pasado, su propia porción de Historia. Incluso las cuestiones más humildes, o anodinas, que atañen a los seres humanos. Bien puede ser ese el caso del helado.

Una materia que, hoy, incluso parecería frívola. Al menos a primera vista. En San Sebastián que ahora empieza su Semana Grande, desde luego se ha convertido en un chiste proverbial. Así se dice que un o una donostiarra de pro debe consumir un helado, al menos uno, antes, durante o después de los fuegos artificiales con los que se comienza cada noche de fiesta de esa Semana Grande. Algo que despierta sonrisas sarcásticas -o de ternura a veces- fuera e incluso dentro de la propia ciudad.

La frivolidad de este tema, el helado como parte de la Historia humana, así las cosas, parece pues asegurada. Y hasta acentuada en un mundo donde estas cosas tan ligeras conviven con episodios de auténtica barbarie de los que también estamos siendo testigos ahora mismo.

Pero esa frivolidad del helado como materia histórica es sólo una impresión superficial. Si profundizamos en el asunto, como tiene por costumbre la Historia, pronto descubriremos que el humilde helado tiene una presencia de importancia en esa seria materia mayor de la que podría parecer a primera vista.

Para empezar dejaremos -hoy al menos- de lado la cuestión de si esas cremas heladas que con tanta fruición se consumen en la canícula, fueron una de las muchas cosas que el aventurero Marco Polo trajo de las tierras del Gran Kan y si es apócrifo, o no, ese rumor de que los polos -esa variante gélida del helado- le deben hoy su nombre.

Sin desmerecer esa cuestión (que bien podría acabar en otro correo de la Historia) lo cierto es que hay episodios del pasado relacionados con el simple helado que tienen mucho más calado.

Esa historia de la Historia comienza en este caso en el París de la segunda mitad del siglo XVII. En esas fechas es la capital de una Francia que ha sobrevivido, ya durante un siglo, a los planes de la poderosa casa de los Habsburgos, que llevan desde aproximadamente los finales del siglo XV buscando la manera de sojuzgarla, destruirla, dividirla… en fin, cuando menos neutralizarla…

Grandes hombres -vestidos de púrpura cardenalicia algunos de ellos- como Richelieu y Mazarino, han conseguido evitar eso. Y han dejado tras de sí a un alumno aventajado. Un muchacho medio español, medio francés, Luis XIV, que ha subido al trono siendo apenas un niño pero que ejercerá el poder de un modo tan contundente que hoy, en los libros de Historia, aparece como el ejemplo perfecto de eso que llamamos “Absolutismo”.

Para quienes leen habitualmente el correo de la Historia ese rey, Luis XIV, no puede ser ya un desconocido, pues ha aparecido, por una razón o por otra, en muchos de ellos. Sin embargo, en beneficio de todos, creo que no estará de más que hoy recordemos que Luis XIV, desde que asume el poder sin validos, sin intermediarios, en el año 1660, aplicará un plan maestro destinado a eso precisamente. Es decir: a erigirse en autoridad indiscutible y soberana. Es más, en árbitro de la moda, del estilo que todos deben imitar. Una Política de prestigio verdaderamente sutil, astuta… con la que ese llamado “Rey Sol” trata de persuadir a aliados y enemigos de que Francia es el centro del mundo, de que es un enemigo al que no se puede -ni siquiera se debe- derrotar, pues eso crearía un espantoso vacío en la civilización humana…

El palacio de Versalles -no descubro nada con esto- será el faro desde el que se irradia esa idea aplastante, irresistible. Ese “poder blando” peor que cualquier ejército o flota de los que Luis XIV también hará uso tantas veces como sea necesario.

Grandes historiadores, como Peter Burke, han descrito minuciosamente ese plan en libros tan excelentes como “La fabricación de Luis XIV”. Similar a éste es “La esencia del estilode Joan Dejean. Y es en él, precisamente, donde descubrimos que en esa gran manipulación urdida por Luis XIV, el helado, el humilde helado, juega, también, un papel.

La idea no salió exactamente de la corte del Rey Sol, pero no cabe duda de que fue generada en el ambiente que Luis XIV había urdido minuciosamente. Hay una frase atribuida a otro francés célebre -producto remoto de la época del Rey Sol- Talleyrand, que describe esto perfectamente: nada tiene más éxito que el éxito. Algo que se puede aplicar enteramente a la Francia de Luis XIV donde si no había éxito y victoria cada lunes y cada viernes se aparentaba muy bien, desde la Corte de Versalles, que así era. Y que la prosperidad regaba las calles de París. Incluso por encima de las masas famélicas que las numerosas guerras de aquel Rey Sol provocaban.

Así no fue raro que emprendedores de toda laya recalasen allí. Uno de ellos fue el siciliano Francesco Procopio Cutò. Era éste un repostero italiano que busco -y encontró- fortuna en aquel París que se vendía como centro del mundo en los años del Rey Sol.

Lo primero que hizo este pastelero, repostero, en fin, restaurador, como se le llamaría hoy con esa confusa palabra, fue afrancesar su nombre y apellido. Así, como el pintor catalán Rigau (del que ya se habló en otro correo de la Historia) el más humilde “Cutò” original pasó a ser un “Dei coltelli” que lo ennoblecía y daba esplendor. Y su segundo nombre, Procopio, pasó a ser Procope y con él bautizó, en 1686, a un establecimiento en el que se servían exquisiteces gastronómicas muy apreciadas por la cada vez más refinada capital de la Francia de Luis XIV.

Entre éstas estaba, precisamente, esa crema helada hoy tan bien conocida y consumida. Era, todavía, algo distinto a la panoplia, tan amplia, que podemos encontrar hoy día en nuestras bien surtidas heladerías. Procope, el original, el iniciador de esa marca que todavía hoy perdura en París, parecía desdeñar cucuruchos y tarrinas de cartón encerado, sirviendo en cambio el manjar en copas de metal helado. Una idea que ha persistido hasta la actualidad.

La fama de esta idea deliciosa que ha creado afición universal, llegó lejos. Como todas las modas, como todo el estilo que Luis XIV creó y difundió para subyugar a aquellos que, por azar, sobrevivieran a sus ataques a sangre y fuego por medio de sus ejércitos o de sus flotas.

Así tal y como todos los militares y marinos que luchaban denodadamente contra aquel Rey Sol y sus ambiciones, vestían –sin embargo- a la última moda de París, muchos de ellos también imitaban estos refinamientos gastronómicos.

Un capitán de mar y guerra, finalmente almirante, al servicio de Carlos II de España, incluso tomó nota de esto y lo dejó apuntado al margen de un apabullante tratado de ingeniería naval. Materia en la que también destacó.

Ese capitán, en concreto, era un guipuzcoano eminente, Antonio de Gaztañeta e Iturribalzaga (viejo conocido, también, del correo de la Historia) que, nacido hacia 1656 y crecido en el reinado de aquel rey “hechizado”, se convirtió en uno más de los muchos militares y marinos holandeses, italianos, alemanes, flamencos, ingleses, españoles… que se enfrentaron en sucesivas coaliciones contra Luis XIV. Al menos hasta el año 1700 en su caso, cuando la diplomacia dio la vuelta a muchas cosas en materia de Guerra y Política.

Algo que, sin embargo, no impidió al almirante Gaztañeta -al igual que a muchos de sus compañeros de armas- aceptar los consejos de elegancia en el vestir, en el comportarse y en el comer impartidos por aquel gran enemigo de todos que fue Luis XIV.

Así el almirante guipuzcoano recomendaba en sus anotaciones sobre la dieta a seguir -pues el bravo marino padecía del estómago- que las cremas servidas en copa de metal helado eran un gran postre. Pese a todo, pese a venir esa idea de la capital del archienemigo de Europa contra el que Antonio de Gaztañeta tanto luchó.

Una paradoja histórica que esta semana, sin duda, se puede saborear en San Sebastián contemplando unos fuegos artificiales que, por cierto, en la corte de Versalles -tan aficionada a quemar pólvora en distintos niveles, de menos a más mortífero- también disfrutó de gran aceptación en los tiempos de aquel Luis XIV, llamado el Rey Sol…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


agosto 2025
MTWTFSS
    123
45678910
11121314151617
18192021222324
25262728293031