Por Carlos Rilova Jericó
Quizás el tema de este nuevo correo de la Historia, una serie de dibujos animados como -nada menos- que “Los Picapiedra”, puede no parecer serio en determinados ambientes eruditos tal vez algo anquilosados. No debería ser así. Y más si tenemos en cuenta que un académico de primera línea como el profesor Umberto Eco, hace ya décadas, admiró al mundo con sus trabajos sobre la importancia de eso que se llama “Cultura pop”. Un terreno que va desde los folletines decimonónicos hasta el Cine y el cómic.
Así ensayos hoy tan venerados en las bibliotecas universitarias como “Apocalípticos e integrados”, “El superhombre de masas”…, dan fe de que tratar de temas como el que hoy va a abordar el nuevo correo de la Historia no es algo poco serio, ni académicamente indigno…
Es más: no sólo Umbero Eco sino otras figuras de esa generación prodigiosa -y, como digo, venerada intelectualmente- a la que él perteneció, como Marshall McLuhan o Herbert Marcuse, habrían dado también su visto bueno a esta cuestión.
La razón es muy simple, esa serie, “Los Picapiedra” que esta semana pasada cumplía la edad de jubilación, son un producto cargado con cuestiones ideológicas y políticas de mayor calado del que puede parecer en una lectura superficial.
Obviamente para toda una generación que crecimos viéndolos en la pantalla de los televisores o en libros ilustrados, cómics y formatos similares, esa pintoresca familia de extraños seres “prehistóricos” eran tan sólo una diversión colorida más. Algo que podía gustar, divertir y entretener a los niños y, además y sobre todo, convertirlos en consumidores del “Merchandising” generado por la empresa Hanna-Barbera, que producía, incansable, esas series de dibujos animados vendidas en medio mundo. Especialmente en el llamado “occidental”.
Sin embargo hay algo más allá de esa primera impresión superficial, del tono humorístico de la serie cargada de chistes sobre la Prehistoria, de anacronismos divertidos (por ejemplo tigres dientes de sable convertidos en felinos domésticos o dinosaurios reducidos a perro guardián de la casa). En concreto ese algo más es esa materia de la que estaban hechas las teorías de gigantes académicos como Umberto Eco o Herbert Marcuse.
En efecto, como hubiera dicho Marshall McLuhan “Los Picapiedra” eran un medio para un mensaje. Uno muy concreto y muy propio de una época histórica determinada: la de la segunda posguerra mundial y su consecuencia más inmediata que fue la llamada “Guerra Fría”.
“Los Picapiedra” eran así, aparte de una serie para tener contentos y entretenidos a los niños de los años sesenta, setenta, ochenta… del siglo pasado, un medio a través del cual una sociedad como la estadounidense proyectaba la idea de que su característico modo de vida -el “american way of life”- era algo antiquísimo, ya practicado por cavernícolas prehistóricos que, en realidad, ni siquiera eran cavernícolas, pues vivían en casas unifamiliares al estilo de las características de la Norteamérica de los años 60 del siglo XX en la que Hanna y Barbera habían dado lugar a esa aparentemente inocua serie de dibujos animados.
Así Pedro Picapiedra y su fuerte y bien templada mujer Wilma, disponían de un pequeño chalet -algo tosco, como era de esperar de la Prehistoria- rodeado de un pequeño patio con césped y valla ad hoc y un interior en el que diversos animales “prehistóricos” ofrecían todas las comodidades propias del moderno hogar norteamericano de los años 60 del siglo pasado. Así había triturador de basura bajo el fregadero o, también, agua corriente en ese mismo fregadero, facilitada por la trompa de un amable mamut que la colaba por la ventana de aquella vivienda prehistórica tan confortable en la que Pedro Picapiedra y Wilma vivían sus aventuras en un ambiente muy similar al de sus inseparables vecinos Pablo Mármol y su mujer Betty.
Otros instrumentos propios del moderno hogar occidental traspuesto a aquella caricatura prehistórica, no estaban animados pero sí adaptados a lo que debía de ser propio de un mundo en el que la clase media norteamericana hubiera sido trasladada a la “Edad de Piedra”. Así no había teléfonos, pero sí “cuernófonos” que cumplían la misma función que los teléfonos. Principalmente la de escaquear a Pedro de su trabajo o la de dar a Wilma el enésimo motivo para reprender a su torpón y básico marido cuando una voz -ininteligible para los espectadores del serial- le transmitía noticias ominosas sobre el comportamiento errático de Pedro Picapiedra.
No podía tampoco faltar en esa parodia prehistórica uno de los elementos emblemáticos de ese “american way of life”. Es decir: el automóvil. Así los Picapiedra y sus vecinos disponían del que la traducción española llamaba “troncomóvil”. Un remedo de los Fords, Cadillacs, Studebakers… de los norteamericanos de los sesenta del siglo XX hecho a base de troncos ensamblados y movido por tracción humana, a golpe de pie, y que, sin embargo, una vez arrancado el “coche” con un característico sonido, alcanzaba una asombrosa velocidad de crucero que llevaba muy lejos en sus aventuras a los Picapiedra y a sus amigos Pablo y Betty Mármol y, a medida que la serie ganaba en éxito, también a sus vástagos Pebbles (acaso, junto a Wilma y Betty, el único personaje que no vio traducido y adaptado su nombre al español) y Bam-Bam.
Así, una vez más y animus jocandi, Estados Unidos, los Estados Unidos del fin de la era Kennedy, de la Guerra del Vietnam, del mirarse con el bloque soviético a través del muro de Berlín y de un bosque de cabezas nucleares de combate, divertía y al mismo tiempo daba forma a todos sus países aliados, mostrándoles que no había nada mejor que el estilo de vida estadounidense que incluso se disfrutaba gozosamente en la “Edad de Piedra”.
“Los Picapiedra”, desde luego, como toda obra que finalmente se convierte en cultura popular, eran algo más sutil que, por ejemplo, la burda, plúmbea y en general bastante gris propaganda equivalente del otro bloque (dejando aparte excepciones como “Vampiros en La Habana”).
Así había en “Los Picapiedra” incluso ciertos ribetes de critica social. Por ejemplo Pedro Picapiedra vivía su momento existencial más feliz, el que le hacía soltar su archiconocido grito de guerra -¡Yabadabadú!- cuando podía escapar de la tutela laboral del señor Rajuela. Dueño de la cantera en la que se ganaba su sueldo en “piedrólares” y donde se veía obligado a fichar -como cada hijo de vecino en la sociedad capitalista avanzada que reía con sus aventuras- en esa cantera donde se entraba picando una ficha de piedra en la boca del animal “prehistórico” más apto para esa función, los turnos se anunciaban tirando de la cola a otro de esos animales semifantásticos, los cascos de obrero eran, en realidad, conchas de tortuga vaciadas y las excavadoras diplodocus guiados por operarios como Pedro Picapiedra.
Por otra parte “Los Picapiedra” transmitía a las niñas que seguían esas aventuras un mensaje no ya moderno sino vanguardista, al ofrecerles modelos como Wilma Picapiedra. Pelirroja de fuerte carácter y mente esclarecida que no dudaba en dejar a dormir al sereno a un desesperado Pedro que, a gritos, reclamaba que se le abriese la puerta del prehistórico chalecito y siempre sacaba a su marido de todos los líos en los que se metía. Muchas veces en compañía de su amiga Betty Mármol, algo menos decidida que ella, pero a cargo de Pablo. Un hombre de carácter bonachón y dócil -muy lejos del macho alfa- que se dejaba llevar por ellas sin mayor problema.
Con tan sutiles argumentos y ese humor muchas veces más inteligente de lo que se podía esperar de una serie de dibujos animados, lo que es claro es que varias generaciones de “occidentales” nos convertimos, casi sin darnos cuenta, en gente que daba por asumido que ese era el modo de vida que queríamos. O que, al menos, era si no el mejor, sí el menos malo de los mundos posibles en el planeta Tierra del siglo XX.
Cuando crecimos y nos hicimos adultos, universitarios, trabajadores…, apareció otra serie de dibujos animados de éxito fulgurante pero con un mensaje distinto y protagonizada por unos norteamericanos de color amarillo limón llamados los Simpson que, de manera también sutil, nos lanzan desde hace treinta años un mensaje distinto sobre todo aquello.
Pero de esto, naturalmente, habrá que hablar en otro día más oportuno pues, como “Los Picapiedra”, “Los Simpson” son cuestión tan profunda como cualquiera otra a la que Umberto Eco o Herbert Marcuse habrían prestado toda su académica atención…