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Carlos Rilova

El correo de la historia

Historia de unas balas navarras. De Trafalgar a Toulouse

Por Carlos Rilova Jericó

Al cumplirse la semana pasada un nuevo aniversario de la Batalla de Trafalgar Javier del Río, socio de Héroes de Cavite de Cantabria, me hizo llegar un recorte de prensa del “Diario de Navarra” con curiosas noticias sobre ese tema que, para los británicos, es casi una fiesta religiosa.

Ese recorte contaba que en Pamplona, por esas fechas tan destacadas para algunos, se habían organizado en el Museo de Navarra unas jornadas históricas en las que participaban, además de esa institución, mandos de la Armada española y profesores de varias universidades.

Entre ellos destacaba el periódico la ponencia del catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Navarra Agustín González Enciso que, según recogía ese artículo del “Diario de Navarra”, planteó a su público que había un 25% de posibilidades de que la bala que mató al almirante Nelson en Trafalgar hubiera sido de origen navarro, procedente de fábricas de armas navarras como la de Orbaiceta.

Un interesante planteamiento, sin duda, esa llamada de atención sobre la Historia que se pudo escribir con uno de esos simples, pero letales, objetos salidos de esa armería navarra. Y es que no le faltaba ninguna razón al profesor González Enciso al plantear esa posibilidad, pues es innegable que la munición navarra, o usada por los navarros, jugó un papel capital en aquellos acontecimientos -las guerras napoleónicas- que han dado forma a nuestro mundo presente.

Sólo hay que reparar, una vez más, en cómo se desarrollaron los acontecimientos que corrieron entre aquel 21 de octubre de 1805 y el final de aquellas guerras napoleónicas que podemos situar, antes de Waterloo, en la menos conocida Batalla de Toulouse en abril de 1814.

Navarra, como muchos otros territorios españoles, resistió con tenacidad a lo que ya era una descarada invasión francesa a partir del 2 de mayo de 1808. Así pronto Francisco Espoz y Mina, retomando la obra de su sobrino Francisco Javier, desarrollará allí una fuerza de voluntarios que va a marcar la pauta de esa resistencia eficaz contra los ejércitos napoleónicos que, a la altura de 1808, toda Europa creía invencibles salvo por lo que parecía una mera casualidad como la victoria de Bailén.

Y es que los Mina, tío y sobrino, y sus hombres del Corso Terrestre de Navarra, fueron algo más que esos míticos y mitificados “guerrilleros” a pesar de que así los nombraba -con cierta sorna- un militar de carrera como Pedro Girón todavía después de que Napoleón había sido batido ya, en 1814, en los campos de batalla.

Así es. Francisco Espoz y Mina, junto con su sobrino Francisco Javier, creará una fuerza de voluntarios instruida para algo más que simples golpes de mano al estilo de esos bandoleros con los que la propaganda napoleónica insistía en comparar a los que se resistían a aceptar la invasión.

Los voluntarios de los Mina, a diferencia de esa caricatura interesada y sorprendentemente asimilada años después por los españoles, eran tropas uniformadas aunque fuera de manera entre elegante y rústica. Como lo delataba la combinación en su uniformidad de sombreros de copa con chaquetas y calzones de paño pardo y sus medias y alpargatas que recordaban a lo característico de los campesinos navarros que, por otra parte, engrosaban las filas de esa fuerza.

Aparte de eso los Mina, tío y sobrino, prepararon a esos voluntarios para combatir de la única manera que podía acabar, a medio y largo plazo, con las tropas napoleónicas. Es decir: manteniendo la disciplina que requería el orden cerrado en el que había que aguantar, a pie firme, las descargas de mosquetería del enemigo y responder a la recíproca o cargar a la bayoneta sin que, como solía ser habitual entre los guerrilleros, cada cual saliera corriendo en direcciones distintas tras haber abatido unos pocos enemigos o capturado a un convoy o un correo mal protegidos.

Será uno de esos verdaderos guerrilleros (no sólo de nombre, sino de hechos y trazas), el guipuzcoano Gaspar de Jauregui, quien constate el éxito de ese modelo navarro, dando por amortizados sus cada vez más imposibles golpes de mano contra los correos franceses. Algo que le llevará a decidir unirse a Espoz y Mina y sus voluntarios para que estos instruyan a los combatientes guipuzcoanos en esas tácticas y así poder actuar de manera eficaz en su propio territorio, siguiendo la pauta establecida por los navarros.

Los Mina sabían bien que esa tropa, aparte de toda esa apariencia militar regular, necesitará algo más que coraje desesperado para disparar desde detrás de un árbol o una roca de un desfiladero. Los documentos, como las “Memorias” de Francisco Espoz y Mina son claros a ese respecto: se necesita vestir, uniformar, alimentar y armar a esos hombres aparte de disciplinarlos para que no sean simples asaltantes que golpean y desaparecen sin dañar realmente la gigantesca maquinaria bélica napoleónica.

Eso requería, aparte de soldados, suboficiales y oficiales para mantener a las tropas operativas en batalla campal, logística, intendencia… Es decir: gente que pudiera fabricar y distribuir pólvora, cartuchos, balas…

Algo que curiosamente Francisco de Goya reflejó en alguna de sus obras menos conocida donde vemos una fábrica de pólvora y munición en Aragón que bien podría haber sido cualquiera de las que, organizadas por Espoz y Mina en territorio navarro no ocupado, se dedicarán a fabricar balas como esas que, como decía el profesor González Enciso, bien habrían podido matar incluso a Lord Nelson tres años antes de la invasión de 1808.

Muchas de esas balas, aun siendo escasas, desde luego abatieron sobre suelo navarro, castellano, vasco, cántabro… a aquellos infantes y jinetes napoleónicos que todavía siguen fascinando a la imaginación contemporánea. Desde las colecciones de soldados de plomo hasta las pantallas de Cine y Televisión.

Con esa munición navarra, sin duda, se ganaron las guerras napoleónicas. Bajo aquellas balas cayeron oficiales y soldados napoleónicos que habían combatido en batallas de nombres tan resonantes como Jena, Austerlitz, Wagram, Eylau… y se encontraron en Navarra con lo que parecía ser un muro de plomo disparado de manera disciplinada por lo que ya no eran guerrillas sino unidades militares bien organizadas. Primero por oficiales improvisados como Francisco Espoz y Mina o su sobrino Francisco Javier y a partir de 1810, 1811… por militares de carrera como el general Gabriel de Mendizabal e Iraeta, que integra bajo su mando en el Séptimo Ejército español tanto a los voluntarios navarros como a los de Jauregui y muchos otros entre Galicia y Aragón.

Así las cosas puede que, como decía el profesor Gonzalez Enciso, sólo hubiera un 25% de posibilidades de que la bala que mató al almirante Nelson en Trafalgar, fuera navarra. Pero de lo que no debería haber duda, en efecto, es de que centenares de balas de ese origen cambiaron, al menos en parte, el curso de la Historia diezmando las filas de Bonaparte en España en las más de 300 batallas que se combatieron en suelo peninsular, desgastando a aquel enemigo que parecía tan poderoso y que, aunque no lo quisiera creer, no se enfrentaba a guerrilleros, a “brigands” armados con trabucos cargados con clavos viejos o cosa parecida, sino a unidades de línea.

Como los voluntarios navarros, capaces de dar descargas cerradas de mosquetería lanzando así un diluvio de balas sobre aquellos flamantes regimientos franceses que, poco a poco, perseguidos por esas tropas desde lo que es hoy Cantabria, desde las provincias vascas o desde Navarra, iban retrocediendo hasta el Bidasoa, hasta mas allá de aquel río, más allá de Bayona, más allá de Burdeos… Hasta quedar acorraladas en Toulouse, esperando el fin de Napoleón mientras sus filas eran mermadas por sucesivos encuentros en los que, de seguro, hubo muchos de esos centenares de balas navarras cambiando el curso de la Historia en una proporción de posibilidades no del 25% sino del 100%…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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