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Carlos Rilova

El correo de la historia

Fue un 30 de abril de 1789: la primera investidura de un presidente norteamericano

Por Carlos Rilova Jericó

Hoy mismo, por la tarde según la hora de Madrid, Donald Trump asumirá, por segunda vez, la presidencia del que, dicen, es el país más poderoso de la Tierra: los Estados Unidos de Norteamérica.

A menos que lo impida un golpe como el que, también dicen, se le acusó a él de inducir hace cuatro años -aunque parece ser que su cuenta de Twitter desmintió eso hace ya tiempo- o que se cumplan las predicciones del Periodismo yanqui más lunático que le auguran desde un nuevo atentado hasta una cuartelada al estilo de los “milicos” sudamericanos. O al del que se llegó a temer en la América de la era post-McCarthy o al que, según “La cultura del Terrorismo” de Noam Chomsky, estaba ya puesto blanco sobre negro allá por el comienzo de la década de los setenta en los círculos más virulentos de los que luego se llamaron “Neocon”. Justo lo opuesto a los que ese Periodismo yanqui -más o menos lunático- ha señalado ahora como conspiradores contra esa investidura que, en cuestión de horas, se va a producir, en principio, sin mayores accidentes. Esperemos que así sea. Al menos por el bien de la franja de Gaza y otros puntos “calientes” del mapa mundial.

Pero dejemos el presente y vayamos hacia lo que ya está bien establecido como “hecho histórico”. Así hoy me gustaría recordar, en este nuevo correo de la Historia, cómo fue la primera investidura del primer presidente que tuvo ese país.

Es un período de la Historia norteamericana muy poco conocido. Yo diría que prácticamente es algo sólo para especialistas. Y de los más especializados en la Historia de Estados Unidos. Esa primera investidura presidencial se produjo en 1789. Es decir, seis años después de que, con la ayuda de Francia y de España, Estados Unidos se convirtiese en país independiente, obligando a Gran Bretaña a firmar el Tratado de París en 1783. Dando así por perdida la que llamamos “Guerra de Independencia de Estados Unidos”. Un tiempo ciertamente largo, esos seis años, entre el triunfo militar y la creación, de hecho, del país por cuyo nacimiento se había hecho esa guerra.

¿Qué había pasado pues para que tuvieran que pasar seis años entre la victoria militar y la proclamación del primer gobierno de esa nueva nación? Por resumir diré que esas trece colonias rebeldes de las que iban a salir los actuales Estados Unidos, pasaron, tras la victoria de 1783, por trances parecidos a los que iban a destruir a Sudamérica años después, dividida en multitud de estados muchas veces enfrentados los unos con los otros apenas se establecieron las nuevas repúblicas criollas. Un proceso sucio y feo que, historiadores aparte, Joseph Conrad describió con mano maestra -como tenía por costumbre- en una pequeña novela titulada “Gaspar Ruiz”.

No hay espacio, ni -supongo- paciencia de los lectores, para describir aquí la larga lucha entre los federalistas estadounidenses de 1783 a 1789 y sus antagonistas que, al final, tras un acuerdo de mínimos, quedó soslayada -pero no resuelta- enquistada como un problema larvado que (como todos ellos) al final estalló en 1861, cuando la cuestión de la esclavitud en los estados del Sur, llevó a una guerra civil tras la elección de Abraham Lincoln.

Pero para 1789 los federalistas norteamericanos habían ganado la partida. Al menos de momento. Por esa razón los trece estados fundadores aceptaron tener un tribunal supremo, un ejército común, un congreso que dejaba de ser el de una Confederación (tal y como se le había llamado hasta entonces) y, por supuesto, un presidente común.

Así el nuevo país se iba a convertir en el modelo que hoy usan de ejemplo todos los expertos en Ciencias Políticas cuando hablan de “república presidencialista”.

Así también un 30 de abril de 1789 se organizó una gran ceremonia para investir a ese primer presidente. No fue por tanto un 20 de enero como es ya tradicional desde hace décadas. Y tampoco fue en Washington D. C. porque tal ciudad era poco más que un proyecto -masónico dicen quienes venden bestsellers y quienes gustan de estas cosas- para honrar al hombre que iba a dar nombre a esa ciudad, el general George Washington, que había sido el señalado para ostentar ese cargo de primer presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.

El lugar elegido, pues, fue la ciudad de Nueva York. Curiosa elección esa ya que hoy, por asombroso que parezca, esa metrópolis gigantesca no es ni siquiera la capital del estado que lleva su mismo nombre. Aunque en aquella época, en ese año 1789, a falta de otra cosa, era la capital de aquellas trece colonias convertidas en un nuevo país.

Allí se presentó el general Washington casi un mes y medio después de que se disolviera el Congreso de la Confederación de las trece provincias levantadas en armas contra Gran Bretaña y naciera, el 4 de marzo de 1789, el actual Congreso de Estados Unidos.

Tras un viaje desde Virginia, George Washington desembarcó en uno de los muelles de Nueva York y desde allí, vestido de civil con un sencillo traje de paño marrón -fabricado integramente en la nueva nación- fue seguido por un cortejo muy lucido hacia el llamado Federal Hall donde juraría el cargo entre la aclamación popular.

Fue toda una escenificación en la que los federalistas mostraban su triunfo sobre otras tendencias más disolventes, que, de haberse impuesto, hubieran impedido la unión de estados que se vuelve a celebrar hoy, 20 de enero de 2025, con la nueva ceremonia de toma de posesión de un nuevo presidente.

El desfile lo dejaba claro. En él estaban involucrados no sólo Washington sino John Adams -elegido como vicepresidente- y John Jay, que sería primer presidente del Tribunal Supremo que debía juzgar en esas trece colonias convertidas en un nuevo país unido bajo un mismo presidente y un mismo congreso. Tras él, por orden de importancia, marchaba el embajador español ante esa nueva nación: el comerciante bilbaíno Diego de Gardoqui que, como ya explicaron en su día -y de manera brillante- María Jesús y Begoña Cava Mesa, tanto había ayudado a que esa nueva república naciese. Algo que ocurrirá gracias a su empresa que, junto con la creada por Caron de Beaumarchais, había sido el brazo ejecutor de la Política de los reyes de Francia y España para ayudar sustancialmente a la causa de esa revolución americana que desembocaba en esa primera toma de posesión presidencial de Estados Unidos.

El designado como uno de los maestros de ceremonías para la ocasión, Samuel Blachley Webb (comandante del noveno regimiento de Connecticut), lo describía de manera escueta -pero enfática- en pequeñas cartas que envió en esas fechas a una de sus corresponsales, la señorita Catherine Hogeboom que al año siguiente se convertiría en su mujer. En la del domingo 19 de abril este comerciante y militar le decía que el vicepresidente ya electo, John Adams, llegaba a Nueva York el lunes y que se esperaba que para fines de la semana lo hiciera el que él llama “el gran Washington”. Aquel general bajo el que Blachley Webb había servido en la guerra acabada en 1783.

Para esa ocasión, decía el comandante Blachley, la ciudad se iluminará y se hará un gran alarde de fuegos artificiales y otras demostraciones de alegría -“Joy”- y afecto. Detalles todos de los que prometía dar cuenta a la citada señorita Hogeboom.

Cumpliendo esa palabra dada, Samuel Blachley Webb contaba en sucesivas cartas esos hechos. Así, en la remitida en domingo 26 de abril, le decía que el jueves pasado había llegado a Nueva York el general Washington y que toda la ciudad se había volcado en recibirle dando unas muestras de alegria entusiasta que él aseguraba no haber visto nunca antes en toda su vida. Añadía que de otros detalles ya daría cuenta al hermano de la señorita Hogeboom.

Finalmente, en la carta fechada en domingo 3 de mayo, Samuel Blachley contará a ésta como el que él llama ahora presidente-general, había jurado su cargo en medio de más muestras de gran entusiasmo de los habitantes de Nueva York que asistieron a la ceremonia ante el Federal Hall. Jornada que acababa, en efecto, con una brillante exhibición de fuegos artificiales dando así por finalizada su descripción de aquella primera investidura del primer presidente de los Estados Unidos que tuvo lugar un 30 de abril de 1789.

Una ceremonía bastante modesta que hoy, salvo incidentes extraños, veremos repetirse de nuevo más de dos siglos después en una ciudad que recibió el nombre de ese hombre que juró ese cargo por primera vez hace ya más de doscientos años…

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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