Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana vuelvo, como la anterior, sobre la cuestión de cómo el Cine ha reflejado un episodio histórico. Si hace siete días el correo de la Historia hablaba de la fuga de Napoleón, desde la isla de Elba, plasmada en la gran pantalla, hoy hablaré de “La última reina”. Una película en la que el cineasta brasileño Karim Aïnouz ha querido reflejar, por enésima vez, la Inglaterra de los Tudor centrándose en la vida de Enrique VIII y su última esposa: Catalina Parr.
Por los tráilers de la película vistos en Televisión, deduje que esta cinta merecía la pena del gasto de una entrada de Cine porque parecía estar alejada del falseamiento sistemático que la Historia en general -y la de los Tudor en particular- está sufriendo últimamente. Bien por razones comerciales, bien por culpa de opinables derivas políticas que ya he comentado en anteriores correos de la Historia como el de 15 de noviembre de 2021.
De todo esto me pareció se libraba “La última reina”. Acerté. Pero sólo a medias. La película de Aïnouz tiene mucho de cierto afán por recuperar el Cine de calidad sobre la época Tudor que se plasmó en películas como “Un hombre para la eternidad” de 1966, “Ana de los Mil Días” de 1969, “Las seis esposas de Enrique VIII” de 1972 o, más recientemente, la algo más deslavazada “Las hermanas Bolena” del año 2008.
En su mayor parte “La última reina” puede codearse con todas ellas perfectamente. Su vestuario se ha tomado muy en serio ambientar la época y no hacer concesiones habituales en muchas películas y series que se apropian del adjetivo “históricas” y donde pronto eso suena a hueco a los espectadores, sin necesidad de ser especialistas en la época ni en Historia en general.
Así en “La última reina” vemos a sus actores y actrices actuar y vestir conforme a los cánones de la época. Por ejemplo llevan la cabeza cubierta incluso en privado como demandaban las buenas costumbres de la Europa de la Edad Moderna que consideraban que el alma y el honor personal residían en esa importante parte del cuerpo. Lo cual requería presentarla en público cubierta por gorras, sombreros, cofias… Igualmente hay pasajes de la película realmente brillantes en la reconstrucción de época. Como cuando Enrique y sus compañeros de mesa cantan “Pasando el tiempo en buena compañía”. Una pieza compuesta por el mismo soberano inglés. O cuando la reina baila con los reyes de Mayo al son de “Schiarazula Marazula”.
De hecho “La última reina” no se ha andado con ambages a ese respecto. Así por ejemplo algunos secundarios, como los actores que interpretan a los hermanos Seymour, aparecen no sólo vestidos como lo harían unos poderosos cortesanos de mediados del siglo XVI, sino ocultos bajo unas luengas y floridas barbas que indicaban su voluntad de figurar como serios hombres dedicados a la Política y no como galanes ornamentales en la corte del rey.
Pero hasta ahí -y no mucho más lejos- llega “La última reina” en codearse con dramas de época Tudor de calidad como “Las seis esposas de Enrique VIII”. Así vemos aparecer en el entourage de Catalina Parr a una dama negra. Algo no inverosímil pero incorrecto. Las investigaciones sobre personajes negros en la Inglaterra Tudor han tenido en los últimos siete años un serio trabajo detrás, plasmado en la obra de historiadoras como la doctora por Oxford Miranda Kaufmann o compañeros de brega suyos como el también historiador Michael Ohajuru.
De ahí se ha establecido como hecho histórico la existencia en la corte de los Tudor y fuera de ella de hasta doscientas personas de esa raza. Entre ellas Catalina de Motril, sirviente llevada hasta allí por la primera mujer de Enrique, Catalina de Aragón. El problema es que Catalina de Motril mal podría estar al servicio de Catalina Parr en 1546 porque había fallecido en 1531… Lo mismo ocurre con el supuesto médico árabe que atiende al maltrecho Enrique VIII. Identificado en el casting de la película como Mulay Al Farabi, resulta su presencia aún más imposible que la de Catalina de Motril, pues Al Farabi era un filósofo nacido en el 872 después de Cristo. De hecho el médico más exótico de la corte Tudor había sido un vasco sin rasgos moriscos que se sepa: el vitoriano Fernán López de Escoriaza que, por otra parte, llevaba cinco años muerto también en el momento en el que se desarrolla la acción de la película…
Así se va desdibujando bastante la película de Aïnouz, haciendo guiños y concesiones a esa sensibilidad actual que quiere falsear un pasado mucho más interesante en beneficio de las obsesiones de ciertos colectivos de hoy día. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la relación entre Anne Askew y la reina Catalina que la película refleja con un grado de intimidad y cercanía que jamás pareció existir en la realidad histórica. Cierto es que Anne Askew será utilizada para comprometer a la reina Catalina como hereje a los ojos de su marido en una corte donde luchan los partidarios de que Inglaterra vuelva a ser católica y los que -como los hermanos Seymour- pretenden que el Protestantismo luterano se asiente definitivamente como religión oficial e incontestada. Pero Anne Askew tan sólo tuvo una relación superficial y efímera como dama de honor de Catalina durante su primer matrimonio con Edward Borough. Tal y como nos cuenta una de las biógrafas de la reina, la periodista de la BBC June Woolerton.
Y por ese camino sigue “La última reina” hasta llegar a su momento culminante, en el que la ficticia Catalina sufre un destino peor que el que podemos encontrar en los libros de Historia. Así la vemos entre rejas, amenazada de ejecución, maltratada por su rey y, cuando el personaje se ha cargado de estas razones, volviéndose violentamente contra él antes de que Enrique VIII deje este mundo oficialmente un 28 de enero de 1547.
Todo ello falso o cuando menos ahistóricamente deformado, como podemos descubrir leyendo a uno de los principales biógrafos de Enrique VIII: el profesor Felix Grayeff. Así cuando este filólogo y filósofo alemán reconstruye en 1961 el breve reinado de Catalina Parr vemos que, una vez más, la realidad supera la ficción escorada de Aïnouz. El tiempo de Catalina Parr, tal y como lo describe con magnífico pulso de historiador Grayeff, es el de una reina escritora y tan erudita como para argumentar sobre una cuestión que -como Grayeff desvela- tiene a la débil Inglaterra del momento erizada de pánico, pues se teme que la disputa religiosa, iniciada por la necesidad de Enrique de divorciarse y tener un heredero, devaste en una sangrienta guerra civil al país. Lo que todas las grandes potencias europeas del momento temen y contra la que luchan, sin excepción, a golpe de soga y hoguera. Así es en la España de Carlos V con la que, oh sorpresa, Grayeff nos desvela también se alía un temeroso y dubitativo Enrique VIII que no sabe si volver a la vieja religión en puridad -el Catolicismo romano- o avanzar por la senda protestante como quieren los Seymour y su propia esposa Catalina.
Otro tanto ocurre en la Francia de Francisco I, contra la que se unen el rey inglés y Carlos V. Hasta que el emperador firma una paz separada con Francisco I que deja a Enrique VIII sólo ante Francia. Lo cual lleva al ignoto episodio, poco antes de que Enrique muera, de la que podríamos llamar “Armada invencible francesa”, derrotada, in extremis, en Portsmouth. Pese a hundir el navío insignia de la flota Tudor, el Mary Rose, hoy pieza de museo en ese puerto.
Un espeso, pero a la vez fascinante, ambiente que “La última reina” no termina de acertar a reflejar, prefiriendo desvivirse -al parecer- para que un infantilizado y fanatizado público actual se trague otro cuento de hadas siniestro muy desigualmente basado en la realidad histórica.
Reflejando así a la reina Catalina como una mujer más victimizada que la real, ennegreciendo la figura de su amado Thomas Seymour como un cobarde -por no decir algo más escatológico- que la vende para salvarse cuando en realidad, si volvemos a la magnífica biografía de Felix Grayeff, tan sólo descubrimos en él a otro típico maquiavélico cortesano renacentista que, junto con su hermano, arreglan todo un complot para controlar la corte tras la muerte de Enrique y la entronización de su sobrino como Eduardo VI.
Algo en lo que Catalina apenas jugará papel alguno. Salvo el de víctima pasiva y madre amorosa -en esto sí acierta la película- de Eduardo y de las otras dos herederas -Isabel y María- designadas por el agonizante Enrique al que la reina en realidad -como gran parte de la corte- no podrá ver hasta después de muerto, aislado por esta vitriólica lucha de facciones.
Así, una vez ocurrido esto, Catalina Parr, convertida en una de las mujeres más ricas de Inglaterra -cada vez más, tras las muertes de cada uno de sus tres esposos- no dudará en casarse por una cuarta vez con… Thomas Seymour apenas pasan cuatro meses de la muerte de Enrique… Interesante sucesión de hechos que, desgraciadamente, “La última reina” ha preferido deformar, malogrando la última media hora de película evitando así instruirnos con una realidad histórica apabullante y de la que, guste o no, descendemos y deberíamos aprender. En lugar de repintarla al gusto de sensibilidades algo enfermizas de este atribulado siglo XXI que apenas ha empezado.