Alberto Moyano
Rugió como un animal, se contorsionó como un clown, tocó la guitarra, el piano, las maracas y un extraño pedal de percucisón. Fue Charlot, el monólogo de la botella, el mimo callejero, Lucifer de copas, el titiritero ambulante y la niña de ‘El exorcista’. Por su garganta circularon los sonidos del siglo XX a base de gritos, susurros, carrasperas, sirenas, pitidos y distorsiones megáfono en mano.
Después de pulular durante seis días por la ciudad, Tom Waits se subió ayer al escenario del Kursaal para abrir su minigira europea. Ataviado con camisa y chaqueta -que acabaron hechas un asco- y calado con un bombín, el músico californiano ofreció un espectáculo de raigambre barera, en el que cada espectador tuvo la sensación de que el hombre había leído el pensamiento a la hora de elegir el repertorio.
Un repertorio que abarcó desde la marchas fúnebres marca de la casa hasta los rockanrroles al filo de la afonía, pasando por las canciones dislocadas y los himnos de cierre de bar. A las dos horas de actuación, Waits clausuró una noche memorable, chorreando sudor y tras estrechar las manos de los espectadores de la primera fila.
No se descarta que alguien la cuelgue en la red porque un mono de peluche colocado inopinada, aunque estratégicamente, entre las butacas siempre resulta la mar de sospechoso. Desde luego, el animal no perdió detalle.