Alberto Moyano

Tenemos una relación conflictiva con la libertad. No con la LIBERTAD, ni siquiera con la Libertad -una reivindicación universalmente asumida hasta por los más tiranos por su enorme valor ornamental-, sino con la libertad pequeña, esa molesta necesidad de decidir cotidianamente sobre los temas más prosaicos.

Los rutilantes conciertos celebrados la semana pasada en Donostia levantaron, ya desde su anuncio, la impepinable oleada de quejas por los altos precios. Sobra decir que, afortunadamente, los dos eran de asistencia voluntaria.

Sin embargo, la fortuna que supuso para el aficionado guipuzcoano no tener que desplazarse a otra ciudad -con los consiguientes gastos de dinero y tiempo, bien este último del que al parecer disponemos ilimitadamente- quedó solapada por la engorrosa encrucijada de decidir si adquiríamos o no el ticket.

En realidad, preferimos evitarnos molestias. Si Springsteen o Tom Waits sólo hubieran actuado en Barcelona, nadie se hubiese quejado. La mayoría hubiera ignorado el evento y los incondicionales hubiesen tomado resignados la dirección de la autopista.

Una vez pasado este mazazo y ya dentro del recinto, quedaba el asunto de las cervezas. Efectivamente, muy caras las que se vendieron en el interior del Estadio. Carísimas. Pero tampoco era obligatorio consumirlas. Uno podía atiborrarse antes y después del concierto en los bares de fuera de Anoeta y abstenerse durante el concierto.

Nada insólito, por cierto. En el Kursaal, por poner un ejemplo, no hay cervezas. Ni caras, ni baratas, ni de clase media. Y, por supuesto, nadie se queja porque la imposibilidad de tomarlas supone que ya otros han tomado la decisión por nosotros que es, en realidad, lo que más nos gusta.