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Alberto Moyano

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Como cualquier joven de su edad, la infanta llegará imputada

Al sumario del caso Nóos le sucedía lo mismo que al atril del rey: le faltaba luz. El juez Castro pondrá remedio a esta inexplicable situación el próximo 8 de marzo mediante el interrogatorio de la infanta Cristina, la crónica de un relámpago anunciado, se ponga como se ponga la hija del rey. En realidad, el baile de máscaras comenzó cuando los medios bautizaron como caso Nóos primero y como caso Urdangarín después lo que desde un principio era de forma palmaria el caso infanta.

Ni el concurso de Urdangarín, ni el Diego Torres, ni el deAna María Tejeiro, ni el de  todos juntos, explica el gran chanchullo. Sólo hay un relato posible mediante la participación, física o sobreentendida, de doña Cristina, Alfa y Omega de todo el sumario. Que aún no hubiera sido llamada a declarar debe interpretarse en clave de una justicia desigual para todos. Si la primera imputación de la hija del rey, allá por el mes de abril, hubiera prosperado, la susodicha ya hubiera explicado lo inexplicable y ahora estaríamos a otra cosa. Pero los monárquicos son firmes partidarios del “martirio” del objeto de su devoción, ya sea en los tribunales, ya sea al fijo de un atril mal iluminado. Ahora, a la Fiscalía Anticorrupciónse le acumula tanto trabajo que se verá obligada a elaborar la lista de bochornos en los que deberá incurrir. Sin la declaración de la infanta, el juez Castro corría el riesgo de convertirse en el James Joyce de los autos judiciales y el sumario Nóos, en su ‘Finnegans Wake’.

Imputación no significa condena. A diferencia de su marido, la infanta aún es material salvable, así sea con quemaduras de tercer grado. El único requisito es que alguien acepte asumir públicamente el papel de idiota. El juez, si está dispuesto a creerse el cuento que de aquí al 9 de marzo sea capaz de pergeñar Miguel Roca Junyent; la Fiscalía Anticorrupción, que ya ha usado un par de veces el comodín de la mentecatez; la propia infanta, si admite que jamás lee lo que firma; o la propia opinión pública, a la que en flagrante contradicción se le insta, por un lado, a hacerse la tonta y por el otro, a evitar los juicios paralelos -los únicos posibles en este caso-. Como cualquier joven de su edad, la infanta llegará al juzgado a lomos de su propia imputación y, por lo tanto, eximida de la obligación de decir la verdad si ésta fuera autoinculpatoria. Acusada de ‘blanqueo’ (de dinero), ahora viene a lavar (su honor).

 

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