A pesar de los fallidos diagnósticos proferidos a modo de mantra desde las redes sociales, quien desee comprender la perversidad intrínseca al mundo actual deberá antender mucho antes al fenómeno de la autocensura que al de la censura. El de censor es un gremio en declive a manos del signo de los tiempos, como en su día lo fue el de conductor de diligencias. Sucece que la autocensura es el resultado de una batalla interior y como tal invisible. No se puede filmar, representar o relatar, con lo cual,queda desprovista de toda épica. Es más: la de la autocensura no es una lucha cuyo desenlace se cifre en términos de triunfo o derrota, sino aquélla de la que se niega de forma categórica que haya tenido lugar.
En el ‘El abogado del terror’, el director Barbet Schroeder daba voz a Jacques Vergès, implicado de todas las formas posibles en todo tipo de atentados terroristas perpetrados en Francia, sin que la exhibición de la película desatara en aquel país otros debates que los puramente formales. Qué decir de la danesa ‘The Act of Killing’, recién nominada al Oscar, en la que durante dos horas se presta la cámara y el micrófono a los perpetradores del exterminio de los comunistas indonesios, unos individuos autodenominados ‘gángsteres’, y en la que -por recurrir a la terminología al uso- “no se da voz a las víctimas”. Por el contrario, el director invita a los propios verdugos a encarnar ante las cámaras a sus víctimas. Todo esto, en un ambiente general de exaltación de los valores cinematográficos del filme, así en Hollywood como en España.
En contraste, cuando Aitor Merino relata que la práctica totalidad de los distribuidores de Madrid se han negado, no ya a exhibir en sus salas de cine, sino a visionar en la intimidad del hogar, su película ‘Asier ETA biok’ no estamos hablando de la férrea censura, sino de la viscosa autocensura. Ha desaparecido por innecesaria la figura del que decidía qué es lo que nos conviene o no ver, sustituida por la del que ni siquiera se atreve a asomarse. Por lo tanto, no ha lugar a discursos éticos, sino a la descripción del puro y simple pavor. Hablamos de una actitud semejante a la que aquel aterrorizado ciudadano que durante la dictadura dejaba caer al suelo sin leer siquiera el panfleto repartido por la calle, cuya simple posesión resultaba autoinculpatoria.
Desde esta actitud, tan legítima y comprensible como vergonzosamente postrada, resulta impresentable erigirse en ese ente autodenominado “nosotros, el mundo de la cultura”, en permanente batalla -económica, por supuesto- con el ínclito Wert. Por otra parte, cuando los propios distribuidores confiesan abiertamente su temor a que les llenen sus establecimientos de pintadas en el caso de que proyecten la película, cabe preguntarse qué sentido tiene desde una perspectiva vasca la aspiración a una “sociedad normalizada”, así como dónde quedó el coraje que permitió al público acceder a películas como ‘Je vous salue, Marie’, de Godard, pese a las aberrantes concentraciones integristas que por aquel entonces practicaban agresivos escraches frente a las taquillas de los cines. En efecto, estábamos hablando de’Asier ETA biok’, una película sobre terrorismo, y hemos terminado hablando sobre distribuidores aterrorizados, todo un síntoma de lo que aquí y ahora algunos entienden por cultura.