En el artículo ‘Preguntas sin respuesta’ que publica hoy Fernando Savater en El Diario Vasco, el filósofo evoca el incidente protagonizado por el periodista de Intereconomía Cake Minuesa durante la célebre rueda de prensa en el “¿matadero?” (sic) de Durango. Y dice Savater: “La novedad del suceso estriba en que hace uno años nadie se hubiera atrevido a semejante desplante, lo que indica a las claras que dentro de cierto tiempo el miedo que tan útil les resultó a los facinerosos para hacerlo pasar por respeto se irá desvaneciendo. Veremos que pasa entonces”. Sin otro ánimo que el de fijar mi propio “relato compartido” que como el de todos, va a ser individual e intransferible, traeré a colación un episodio vivido en primera persona que tira por tierra lo dicho por el autor de ‘Ética para Amador’, lo que por otra parte en absoluto debería afectar en lo más mínimo sus convicciones.
Corría septiembre de 1989 cuando se produjo un atentado del que ya he hablado en este blog. Alguien envió una carta-bomba a un militante errenteriarra de HB que había denunciado por torturas al comisario Ballesteros. El artecfacto le estalló al cartero eventual José Antonio Cardosa cuando intentaba introducir el paquete en el buzón. La versión oficial, una variable del ‘relato compartido’ pero en tiempo real, apuntó a ETA en un contexto de ajuste de cuentas interno. Todos los indicios apuntaban a lo contrario. De hecho, el mapa del terror elaborado por Covite atribuye ahora a los GAL este atentado “nunca reivindicado”, basándose en unas declaraciones realizadas en 1996 por Luis Roldán ante el juez Garzón en torno a la persistencia de la ‘guerra sucia’ más allá del período Barrionuevo, ya en plena época Corcuera.
Fuera como fuera, la coalición Herri Batasuna convocó una rueda de prensa, si no recuerdo mal, en su sede de la calle Urbieta de San Sebastián para valorar, contextualizar y blablablear sobre el atentado de Errenteria. La ofrecieron tres dirigentes, aunque sólo recuerdo a Iñaki Esnaola. Pues bien, en el transcurso de aquella rueda de prensa se desataron todos los demonios al punto de que terminó con algunos de los periodistas gritando a escasos centímetros de los convocantes, en un crudísimo espectáculo que reduce lo de Minuesa a la condición de meliflua performance. En mi condición de periodista bisoño, ignorante aún de las obligaciones morales que comportaba el ejercicio de la profesión, asistí a los reproches proferidos a grito pelado en torno al doble rasero que HB aplicaba a los atentados, dado que unas fechas antes ETA había mutilado, también mediante carta-bomba, a un empleado de Correos de Irun, ante la inopia de la coalición abertzale. Para ilustrar lo más gráficamente posible la virulencia de la bronca, debo ponerme desagradable y decir que fue de las de dedos apuntando directamente al interlocutor mientras los perdigones de saliva le salpican la cara. Y ya a modo de anécdota, añadir que el grupo de periodistas sublevados conformaban un grupo de profesionales que sólo se relacionaban entre sí, que se caracterizaba por una soberbia que ya por aquel entonces me parecía descomunal y que gustaba de gastar graciosas bromas a los plumillas novatos, como decirles que la rueda de prensa había cambiado de lugar, de tal forma que el incauto se la perdía y volvía a redacción con las manos vacías (aclararé que nunca fui víctima de ninguna de estas chanzas, aunque sí alguna compañera de promoción. Con todo lo más extraño que se molestaran en sabotear nuestro trabajo cuando todo apuntaba a que “lo esencial era invisible a sus ojos” y, por lo tanto, en nuestra calidad de insectos, les resultábamos transparentes. Fin de la divagación).
Aquel episodio no fue algo aislado, sino habitual. Los encontronazos entre la prensa y los dirigentes de Herri Batasuna alcanzaron el rango de cotidianos. Con los años algunos de aquellos periodistas -todos los cuales trabajaban para medios con sede central en Madrid-, se pusieron a salvo de la amenaza terrorista emigrando a la capital, la misma ciudad en la que dos meses después de aquel incidente Iñaki Esnaola sufrió un atentado que a punto estuvo de costarle la vida. El asesinato de Cardosa nunca fue juzgado, ni digamos aclarado. El de Esnaola se saldó con la condena del policía Ángel Duce, fallecido en accidente de moto poco después de ser condenado a cien años de cárcel por asesinar al diputado Muguruza, entre otros delitos. Al parecer, según publicó El País en su edición del 4 de agosto de 1990, además de ejercer presuntamente de ‘correo’ en una red de tráfico de cocaína, Duce también era “el encargado de fabricar los artefactos explosivos que el grupo ultraderechista colocó o envió al País Vasco”.
Fin de esta historia sin cuento ni moraleja y que, a través de un puñado de recuerdos de hace un cuarto de siglo, pretende aclarar que lo de Minuesa en Durango fue todo menos inédito.