Cada vez que escucho el inevitable apéndice a toda catástrofe costera que se precie de “el mar recupera lo suyo” invoco la vieja plegaria: “La propiedad es un robo”. Por desgracia, siempre aparece algún ventrílcuo más dado a la verborrea poética de raigambre Gaia que a lo literal, dsipuesto a informarnos de las intenciones de Poseidón. Ayer ya adelanté mi pavor a que algún lumbreras acunado por las mareas se estuviera explayando en torno a las posibilidades de que las olas obedecieran a la lógica de los preferentitas y se estuvieran dedicando a “recuperar lo suyo” -entendido por tal incluso un señor senegalés que según la extravagante teoría habría llegado a Ondarroa en patera-, y en efecto, hoy ya disponemos del manoseado dictamen mágico en formato titular de periódico. El mundo es absurdo y no todo el mundo terminada de aceptarlo, por eso nunca falta quien se siente obligado a dotar cada desastre de algún trascendente significado, en una derivada aún más audaz que la emprendida por Disney cuando puso a parlotear a los animalitos del bosque, aunque la compañía gringa contara al menos con la disculpa de que lo hacía con la vista puesta en el público infantil, el estado previo al de la infantilización.
Pues sí, San Sebastián se rompe. Después de lo de Igeldo, el socavón se ha convertido en el nuevo referéndum y el hundimiento, en la expresión de la voluntad popular. La línea de costa donostiarra es un Gruyère de última generación para solaz de los vídeoaficionados, que se graban los unos a los otros con la secreta esperanza de inmortalizar el preciso instante en el que una gran ola se lleve al de enfrente rumbo a Finisterre. Mientras tanto, desde la oposición ya se ha dictaminado que en EH Bildu se dan cita la inoperancia y el carácter gafe, una teoría que en efecto lo mismo podría ser abonada que refutada por la consecución de la Capitalidad Cultural Europea 2016. Por otra parte, cómo soslayar que los acontecimientos son lo suficientemente ambiguos como para admitir múltiples e incluso contradictorias lecturas. Así, habrá quien albergue la sospecha de que la naturaleza no nos da tregua desde que la bandera española comenzó a ondear en los mástiles del Ayuntamiento. Lo dicho: el improbable día en el que el mar venga efectivamente a recuperar lo suyo no va a quedar un merluzo en tierra firme.