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Alberto Moyano

El jukebox

Puestos a creer, que sea ciegamente

Preguntado por su opinión sobre Iñaki Urdangarín, Carlos Sobera afirmaba el sábado por la noche en La Sexta con enorme desparpajo que “le caía bien” dado que si bien es cierto ha hecho cosas que están mal, “ha dado muestras de arrepentimiento”. Mi primera reacción fue: ¿Qué dice Sobera? ¿Habrá confudido ‘Iñaki’ con ‘Kubati’? No. Ante el estupor del entrevistador, Sobera remató la faena y, de paso, me sacó de mi error: “Y ojo, que algunas de las cosas que ha hecho Urdangarín las hemos hechos muchos españoles”.

Como cualquier joven de su edad y colocado en un comprometido trance, el presentador de concursos y productor teatral había optado por la famosa apertura Credo: la fe será ciega o no será. Al fin y al cabo, hace tiempo que los hechos no dejan de ser una opinión, tan respetable como cualquier otra, y siempre habrá un universo paralelo en el que un compungido Urdangarín habrá confesado sus desmanes. Qué hubiera respondido Sobera de haber sido interrogado sobre la infanta a 72 horas de su segunda imputación es algo que afortunadamente nunca llegaremos a saber.

“A mí me cae bien” es una expresión que, por devaluada, carece de significado. Es imposible encontrar a una persona, por atroces que hayan sido sus actos, que no caiga bien a otra. En cuanto a la proclamación de la propia inocencia por encima de cualquier evidencia, en España constituye toda una tradición ampliamente consolidada, a la que se han aferrado desde Barrionuevo a Rafael Vera con desigual suerte: entre buena y muy buena. Un paso más allá, se sitúa el alegato de ignorancia total de hechos acontecidos ante tus mismísimas narices, una estrategia de eficacia ensayada con éxito nada menos que en la figura de todo un presidente de Gobierno.

En lo que se refiere a España, todavía hay periodistas dispuestos a defender con ardor que extraer fondos de una entidad sin ánimo de lucro para destinarlos lo mismo a reformar un palacete que a aprender a bailar salsa constituye un signo de normalidad democrática. Así las cosas, qué sentido tiene interrogarse en torno a cómo pudo suceder todo esto sin que los escombros de la Familia Real se enteraran, siquiera levemente, de absolutamente todo. El panorama es desolador y la ciudadanía asiste atónita. Sin embargo, aún hay incautos que creen -también ciegamente, por supuesto- en la existencia de una confabulación mediática para silenciar los disturbios de Hamburgo ante el riesgo de contagio. No me digan que no es para mondarse de risa.

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