Alberto Moyano
En la entrevista publicada ayer en DV, el director de Jazzaldia, Miguel Martin, comentaba la existencia de un debate en el comité de dirección en torno a la posibilidad de cambiar el nombre del Festival, o más propiamente dicho, de dividirlo en dos.
Por un lado, el Festival de Jazz como tal, destinado a albergar los conciertos de pago a los que acuden los aficionados buscando algo concreto, y por otro, el resto de la programación, con la que el público se topa en las terrazas del Kursaal sin saber muy bien qué está viendo.
Desde fuera, todo apunta a que este debate, como tantos otros, es el huevo-trampa que ha dejado puesto el éxito, fenómeno este que -como el tiempo libre- siempre lleva incorporado el gen de la autodestrucción y que, generalmente, se introduce en el organismo bajo el disfraz de “no podemos dormirnos en los laureles” y similares.
La(s) pregunta(s) es/son: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Mejoraría todo esto el
funcionamiento de la organización? Y exactametne, ¿en qué?
¿Precisamente ahora, cuando años ha que por aquí pasan y han pasado
desde Van Morrison, Chuck Berry, BB King y hasta el hijo de Frank
Sinatra -todos ellos de pago-, sin que el reseco debate en torno a si
todo esto es o no jazz haya sobrepasado nunca el círculo de los
taxidermistas de polémicas locales?
Además, el concepto es confuso. ¿Es pertinente dividir un festival en subsecciones determinadas por su público? No, esperen: mejor cambiemos la pregunta: ¿Acudiría el mismo tipo de público a un concierto de Van Morrison en el Kursaal que si fuera en el Velódromo o, no digamos ya, que a uno gratis en La Zurriola?
Pasen y debatan. Gratis.