Por Carlos Rilova Jericó
Sé bien que es un tema recurrente en el correo de la Historia abordar la cuestión de la divulgación de la Historia por medio de lo que antes se llamaba “cómic” y hoy ha sido elevado a la categoría, algo más confusa, de “novela gráfica”.
Ciertamente en algunos casos es bastante difícil saber si lo que tenemos ante los ojos es un “cómic” -incluso un más simple “tebeo”- o una de esas novelas gráficas. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la serie de la que hoy quiero hablar.
Se títula “El Gavilán” y narra, a lo largo de varios cientos de páginas, la historia de un capitán bretón, Yann de Kermeur, que vive durante el reinado de Luis XV.
Habrá quien tras un buen vistazo al primer volumen de esa larga serie, considere que no pasa de simple una saga de aventuras y que el parecido de esas viñetas con una novela no va más allá de ser una especie de Emilio Salgari dibujado. Es posible y es difícil rebatirlo. Sin embargo “El Gavilán” tiene características que lo ponen más bien lejos de ese telón de fondo de aventuras algo folletinescas y lo aproximan más que a una respetable novela -como las de Faulkner, por ejemplo- casi a un ensayo histórico.
Así es, porque Pellerin, su guionista y dibujante, ha hecho un esfuerzo de documentación exhaustivo, apabullante… En la serie de “El Gavilán”, ambientada en el año 1742, aparecen reconstruidos los astilleros, fortalezas y ciudades costeras, Artillería naval, uniformes y vestimenta y, sobre todo, barcos de esa época retratados hasta el último detalle, en base a una documentación casi obsesiva.
Uno de los detalles más llamativos, por ejemplo, es la muestra del interior de alguno de esos barcos -lo último de lo último en construcción naval de aquel siglo ilustrado- donde descubrimos un curioso dato sobre cómo se gobernaban y en el que tropiezan, una vez tras otra, muchas superproducciones cinematográficas.
Ese dato histórico es que, todavía a mediados del siglo XVIII, como vemos muy bien reconstruido en esta serie de “El Gavilán”, algunos de esos barcos no tenían aún la vistosa rueda de timón que se ha hecho tan famosa en muchas películas, siendo guiados, por el contrario, gracias a un puesto de timonel bajo la cubierta que iba moviendo la caña del timón por medio de una pértiga vertical desplazada sobre un semicírculo que indicaba la posición del barco más a babor o más a estribor.
Otra de las virtudes de “El Gavilán” es que no escatima, tampoco, detalle en la complejidad que implicaba armar (o poner a son de mar), aparejar y gobernar grandes embarcaciones como la fragata La Medusa (gran protagonista de la serie) o, incluso, embarcaciones más pequeñas como faluchos utilizados como acompañamiento o apoyo para esos barcos de alto bordo.
Pellerin, en efecto, no oculta por boca de sus personajes que sacar, por ejemplo, de Brest uno de esos barcos, implicaba semanas y hasta meses de preparación y toda una serie de formalidades burocráticas para obtener el permiso del capitán del puerto y no encontrarse con la cadena de defensa de la rada levantada y las autoridades capturando el barco y dejándolo abarloado contra los muelles hasta que se esclareciese el asunto.
Igualmente nos cuentan las viñetas de Pellerin que es más complicado que en las películas “de piratas” dar caza a un navío al que se persigue con varios días de desventaja, que van aumentando a medida que el perseguidor se adentra en el Atlántico y debe cambiar sus bombas de achique inutilizadas o adquirir víveres frescos. Tal y como ocurre en los primeros compases de la larga serie de “El Gavilán”, cuando se pone en marcha la intriga por la cual un corsario con la correspondiente patente de Su Majestad Cristianísima Luis XV es acusado falsamente por poderosos enemigos y embrollado en una trama de asesinatos y tesoros ocultos en la mejor tradición del género “de aventuras”…
Pero esa cantidad de detalles históricos, lejos de ser un estorbo para lectores que no son expertos en estas cuestiones, son manejados hábilmente por Pellerin para crear, también, una interesante narración que podemos llamar, además, “histórica”.
Es el caso, por ejemplo, del momento en el que el caballero Yann de Kermeur, Ar Sparfel (El Gavilán, por su apodo en lengua bretona), sale en busca de su fragata robada por dos intrigantes caballeros y, antes de poder alcanzar la escala de las Islas Canarias, avizora en el horizonte las temidas velas latinas que, casi siempre, eran señal de la proximidad de corsarios de la Regencia de Argel a la caza de cautivos cristianos a los que esclavizar. O utilizar como fuente de notables ingresos, exigiendo por ellos cuantiosos rescates…
En ese momento del relato vemos como la Pomone, el barco en el que Kermeur trata de alcanzar a su perdida fragata La Medusa, realiza una maniobra verdaderamente arriesgada para librarse de los barcos berberiscos que van a darle caza. La orden será pitar el zafarrancho y cebar todas las piezas de la Pomone en la amura de babor y estribor y, tras eso, detener la marcha del barco amainando velas para que los berberiscos queden al alcance de esos fuegos artilleros a un lado y otro de la Pomone creyendo que ésta se iba a rendir sin luchar. Momento en el que, por el contrario, se abre fuego a dos bandas, destrozando a dos de los tres corsarios argelinos y obligando al tercero, más rezagado, a detenerse mientras la Pomone apareja las velas rápidamente para salir disparada en una arriesgada maniobra. Una cuyo éxito depende de si sus mástiles son lo bastante sólidos para aguantar el tirón de las velas al cazar éstas viento otra vez de manera súbita, tras haber sido puestas al pairo…
Por esos derroteros continúa durante muchas páginas esta historia en viñetas de unos corsarios bretones al servicio de Luis XV, que es, sin duda, muy recomendable. También para quienes quieran leerla a este lado de la raya de los Pirineos en su versión española.
La razón es muy sencilla: esta saga del Gavilán está ambientada, como ya he dicho, en el año 1742. Es decir, justo el momento en el que la Francia de Luis XV y la España de Felipe V son firmes aliadas y luchan, hombro con hombro, tanto en los frentes terrestres como en los mares.
En otras palabras: la saga de “El Gavilán” refleja, en no pequeña medida, una Historia que es también la nuestra.
La única falla en todo este asunto es la habitual: por un lado algunos tópicos confusos sobre la Conquista española de América, por otro Pellerin, como cualquier otro autor francés, se centra siempre más en narrar lo que considera como propio que lo que le resulta más tangencial. Algo que se percibe bien, por ejemplo, en la escala que el capitán Yann de Kermeur hará en las Islas Canarias (por lo tanto territorio amigo y aliado) y que sólo refleja -muy pálidamente- esa concatenación de las historias española y francesa de ese momento del siglo XVIII tan especial como poco conocido.
¿Sería esto indicio de una buena ocasión para plantearse el uso que se hace del cómic como vehículo de acercamiento a la Historia a este lado de los Pirineos?
Como siempre en cuestiones como éstas hay por esas latitudes quienes desprecian totalmente esta forma de divulgación, encerrados por lo general en torres de marfil con cargo al baqueteado presupuesto público (lo cual hace ciertamente cómoda esa opción). Otros sin embargo piensan -con buen criterio- que ese terreno de narración histórica no debe se abandonado. Un ejemplo claro es la editorial Cascaborra, que está publicando numerosos cómics históricos españoles de una media más que aceptable. Pero de eso, de su alcance y de sus limitaciones, ya hablaremos otro día, dejando para hoy disfrutar, aprovechando el tiempo de verano, de una serie como “El Gavilán” y de todos sus magníficos detalles sobre la Historia de la Europa del siglo XVIII que es, también, la nuestra…