Por Carlos Rilova Jericó
Mañana mismo se cumplirá un nuevo aniversario de una fecha capital para la Historia de España y, en realidad, de Europa si tenemos en cuenta que lo que ocurre a partir de ese momento al Sur de los Pirineos -el estallido de la Guerra Civil- no fue más que el ensayo general -y muy sangriento- de lo que llamamos “Segunda Guerra Mundial”.
Para recuperar esos hechos históricos, su importancia, incluso ese contexto europeo… los testimonios directos de testigos y protagonistas de ellos pueden resultar sumamente valiosos. Ese sería el caso de los diarios, memorias o relatos de quienes vivieron más a pie de calle (no desde el Gobierno como Manuel Azaña o desde el Estado Mayor, como el general Vicente Rojo) aquellos momentos históricos. Algo que, por cierto, ya ha sido destacado en trabajos como el que en 2020 publicaba Oriol Riart Arnaolt en la revista “Pasado y Memoria”.
Casualmente uno de esos testimonios -todavía inédito- cayó en mis manos hace unos años. En principio el relato de Manuel García Díaz, que me hizo llegar una de sus hijas hacia el año 2019 (y del que no me he podido ocupar como hubiera debido por diversas razones), sería uno más de los que se conservan en algunos archivos (como el de Salamanca por ejemplo) o, incluso, han sido publicados. De hecho este género (si así se puede llamar) se está haciendo muy conocido en los últimos años y ha acabado divulgándose incluso en medios de difusión tan masivos como el cómic. Caso, por ejemplo, del testimonio del doctor Uriel (médico enrolado en las filas republicanas en Aragón) publicado por Astiberri. O el de un combatiente de la 49 Brigada Mixta que ha puesto en la palestra Ediciones Cascaborra.
Sin embargo, como todo relato personal de esos -o de otros- hechos históricos, el de Manuel García Díaz -Manolo para quienes lo conocimos parapetado siempre tras sus gafas, sus impecables corbatas, su pipa y una sonrisa casi permanente- cuenta una serie de detalles más o menos únicos (personales, irrepetibles por tanto) sobre la Guerra Civil.
Es el caso, desde luego, de lo ocurrido en torno a aquel célebre 18 de julio de 1936. Manuel García Díaz es entonces un estudiante, un adolescente al que la sublevación encuentra en Madrid debido a que se ha tenido que desplazar allí con sus padres, por cuestiones de trabajo del cabeza de familia, técnico de Unión Radio que prestaba servicio en Radio Sevilla y había sido llamado a Radio Madrid.
Ese viaje, previo a la sublevación del 18 de julio, permite al joven Manolo observar un país que ya han descrito historiadores como Hugh Thomas, Pierre Vilar, Gabriel Jackson y muchos otros. Incluso otros testigos directos como el secretario del Juzgado de Burgos, Antonio Ruiz Vilaplana, en su estremecedor relato titulado “Doy fe”…
Es decir, una auténtica caldera a presión a punto de reventar. Algo que, sin embargo, el joven Manuel García Díaz contempla desde su propia e intransferible experiencia personal, casi atónito, mientras viaja con su madre, en el Rápido Sevilla-Madrid, uno de los primeros días de aquel julio de 1936. Recuerda así que mientras pasaban junto a los campos, ve a los peones trabajar en la cosecha temprana bajo un sol tórrido y sofocante. El joven Manuel no está muy seguro sobre la carga política de esa escena, pero no le cabe duda, le consta, que esos obreros del campo llevan una vida dura y pobre. Por eso interpreta el saludo puño en alto que hacen al paso del tren más que como eso, un simple saludo, como un gesto de desafío y promesa de venganza a quienes pueden permitirse ese lujo (en la clase que sea, 1ª, 2ª o 3ª) que a ellos les parece tan lejos de su alcance como la Luna.
Quien no tiene dudas sobre esos puños alzados contra el tren -nos sigue contando el joven Manuel- es un hombre que viaja en el mismo compartimento que su madre y él. La descripción que nos da de ese otro pasajero Manuel García Díaz es muy elocuente en términos políticos: se trata de un sujeto de unos treinta años, bien parecido, bien trajeado, alto, con buenos modales, identificable como de “clase media” pero claramente alineado con su extrema derecha por el característico “bigotillo recortado”.
Ante los ojos asombrados de Manuel, ese dechado del bando antirrepublicano responderá a los airados peones bajando la ventanilla del compartimento y sacando por él el brazo derecho realizando el ya bien conocido saludo fascista.
Por si después de esto quedaba alguna duda, el compañero de viaje de Manuel y su madre -sin llegar a cantar alguna estrofa del “Cara al sol” como el joven Manolo temía- explicará que era vizcaíno, viajante de comercio, y que gracias a eso estaba muy al tanto de que, en pocos días, se produciría “un levantamiento militar con el fin (de) restablecer la ley y el orden y acabar con el caos reinante”. Como prueba de su conocimiento exacto del asunto, añadirá que el “golpe militar” se iniciaría en Marruecos…
Manuel García Diaz, Manolo, en efecto, tendría ocasión de ver corroborado todo aquello, cuando alojado en Madrid, en la casa de huéspedes de los Picó, tenga ocasión de oír las conversaciones y opiniones de otros clientes como Thomas García Wharton (medio inglés, medio español), joven abogado a punto de licenciarse en Historia, y la de dos también jóvenes mujeres muy características de esa España avanzada que iba a colapsar a partir del 18 de julio, sólo identificadas por su aspecto y su nombre: Alicia (de oficio desconocido aunque descrita como de clase media) y Anita, de padre francés y madre española, funcionaria en un ministerio de Madrid que Manuel no recuerda.
El miércoles 15 de julio, Manuel, Manolo, asiste a una conversación entre esas tres personas en relación a lo que se podía esperar tras los asesinatos sucesivos del teniente Castillo y de Calvo Sotelo y las reacciones ante esos sucesos vistas u oídas de primera mano por el abogado y las dos mujeres.
Manuel recuerda que la conclusión de Thomas García Wharton fue categórica. En cuestión de días, de horas, estallaría un enfrentamiento de los dos bandos irreconciliables que llevan a la República a un caos total donde ella no podrá ni detener la sublevación militar, ni el movimiento revolucionario presionada por su Izquierda…
Manuel García Díaz, que estaba allí, a tres días del famoso 18 de julio de 1936, comprobará de inmediato por sí mismo el acierto de aquel historiador en ciernes. Teniendo tiempo de recordarlo, y corroborarlo en primera persona, cuando sea movilizado en la última leva de la República que lo destina a defender el famoso frente del Jarama.
O incluso antes, cuando es testigo del Madrid del sangriento verano de 1936, avasallado por figurones vestidos de milicianos, por los “paseos” y por otras arbitrariedades absurdas y muchos otros acontecimientos que pueblan las 121 páginas de su relato directo de esos hechos que nos retrotrae, de manera muy vívida, a esos días y a lo que pensaban de todo aquello quienes -como Manuel García Díaz, Manolo- estuvieron allí y pudieron sobrevivir muchos años después del mes de marzo de 1939. Para legarnos, al fin y al cabo, ese valioso testimonio para que podamos recordarlo todo este otro 18 de julio, de 2023.
Casi como si nosotros también hubiéramos estado allí, en aquel tren Sevilla-Madrid, en las trincheras del Jarama, en los días de disolución del Ejército republicano que él no abandona hasta recibir la última orden de unos mandos que, poco después, huyen, se ocultan aterrados ante lo que acaba de suceder cuando el coronel Casado consuma el último acto de aquella tragedia republicana a la que tendrán que sobrevivir Manuel García Díaz y muchos otros millones de españoles que también estaban allí desde aquel otro 18 de julio…