Por Carlos Rilova Jericó
La fecha del 1 de septiembre de 1939 siempre, o casi siempre, es recordada cada vez que la hoja del calendario cae por esos días.
Y es que es una fecha difícil de olvidar. Es el día de la invasión de Polonia por parte de la Alemania nazi y, con ello, el del comienzo de la que acabaría llamándose Segunda Guerra Mundial.
Lo que ya no es tan recordado es el momento final de la Segunda República Polaca que cae bajo las bombas de los temibles “Stuka” y las cadenas de los panzers del general Guderian. Eso ocurrió en esta misma semana en la que nos encontramos. Entre el 29 de septiembre y el 6 de octubre. Tras la capitulación de Varsovia, pocos días antes, las últimas unidades polacas que habían sobrevivido a la fulgurante invasión nazi, trataron de resistir lo mejor que pudieron e incluso algunas de ellas intentaron, y consiguieron, huir al vecino reino de Rumanía. A falta de mejor opción…
Así caía Polonia, en apenas un mes y una semana, bajo la arrolladora máquina de guerra alemana reconstruida por el gobierno del Partido Nazi. Y ahí surge, junto con el estupor, la pregunta de cómo aquello fue posible. Una de las respuestas más habituales es que el Ejército de Polonia, en aquella época, estaba anticuado. Prueba de ello es que, se ha dicho, durante mucho tiempo, que en lugar de tanques sólo disponían de Caballería y que ésta cargó heroicamente contra los panzers alemanes, tratando de detenerlos por medios tan artesanales como intentar meter las lanzas por las mirillas de dichos tanques y así, con un poco de suerte, matar, al menos, a algunos de los artilleros o al conductor del blindado.
Al parecer todo esto es un mito que empezó con el historiador y periodista Indro Montanelli, testigo de los hechos que difundió la cuestión en un reportaje para el “Corriere della Sera”, el periódico que le había enviado a Polonia a cubrir aquel enésimo incidente con la Alemania nazi, que auguraba la guerra que finalmente estallaba en esos momentos.
Otros se encargaron de confirmarlo. Por ejemplo fuentes en apariencia tan sólidas como las memorias del general Guderian. De ahí saltó a medios de difusión masiva como el cómic. Ese fue el caso de una de las series del gran Hugo Pratt. La de “Los Escorpiones del desierto” que relataba las hazañas de comandos británicos en el Norte de África. En ella aparecía el teniente Koinsky, un oficial polaco superviviente de la masacre que había sido la invasión de Polonia y que, algo más vagamente, alude a esas cargas desesperadas de la Caballería polaca contra los panzers alemanes.
Dice el dicho italiano que si no es verdad está bien contado… En este caso parece que ese adagio tiene toda la razón, pues hay historiadores (o personas implicadas con esta ciencia) que han estudiado el caso a fondo y niegan, con todo detalle y fundamento, que se dieran esas cargas. No al menos contra blindados alemanes. Parece ser que sólo constan acciones de la Caballería polaca contra Infantería alemana que carecía de la protección de sus panzer ante las que esas mismas unidades de lanceros polacos huyen prudentemente así se presentaron los tanques alemanes en el lugar de la acción. Eso es lo que nos documenta un artículo de Alberto Gómez Trujillo, presidente de la Asociación de reconstrucción histórica “Poland First to Fight”, publicado en el blog “Contando estrellas”.
No debería caber duda, pues, de que el mes de septiembre de 1939 fue, aparte del inicio de la Segunda Guerra Mundial, el ocaso de los lanceros polacos. Como era de esperar, pese al papel que había jugado la Caballería en fechas tan recientes como la década de los años 20, en la que tanto la del Ejército soviético (la célebre Caballería Roja cantada por Isaak Bábel en su novela), como la polaca, se midieron sobre los campos de batalla donde los soviéticos trataban de extender la revolución mundial. O, por lo menos, de reconquistar Polonia para sojuzgarla tal y como había ocurrido desde el siglo XVIII bajo el Zarismo.
Sucumbía así una fuerza militar que había sido más que eso, de hecho un símbolo de la lucha por la perdida independencia polaca desde los tiempos del imperio napoleónico.
En efecto, esos lanceros polacos que son arrollados por la máquina de guerra nazi en el otoño de 1939, se hicieron famosos desde el momento en el que Napoleón -proclamado ya emperador- comienza a desmontar todo el entramado político europeo y pone en jaque a potencias como el imperio ruso, al que le impondrá la existencia del Gran Ducado de Varsovia. Una especie de reinstauración, con más o menos disimulo, de la Polonia independiente hasta el siglo XVIII.
Ese arreglo a medias le valió al Corso, sin embargo, el agradecimiento, casi eterno, de muchos polacos. Y polacas, como su más fiel amante, la condesa Walewska, adalid de esa operación política y madre de uno de los numerosos hijos ilegítimos de Napoleón. Entre los agradecidos estaban, también, otros miembros de la baqueteada nobleza polaca. Como el príncipe Poniatowski, que se llevó tras de él a la llamada Legión del Vístula, integrada por centenares y más centenares de polacos dispuestos a dar la vida por Napoleón.
Aquello fue algo más que meras palabras arrojadas al viento como se comprobó en numerosos campos de batalla de esas guerras napoleónicas. Así los hombres de esa Legión del Vístula combatieron, por ejemplo, en el primer sitio de Zaragoza.
Aparte de en la capital aragonesa, los lanceros polacos tendrían otras ocasiones de lucirse en los campos de batalla peninsulares, mostrando a la cara del enemigo sus impresionantes chascás -esa prenda de cabeza que los diferenciaba de los demás soldados de época napoleónica- basado en una gorra tradicional polaca que sobrevivirá, simplificada, en las fuerzas armadas polacas hasta la Segunda Guerra Mundial y hoy como tocado de gala en el actual Ejército polaco. Así lo harían cargando contra la Artillería del gobierno provisional español asestada en los pasos de Somosierra en el otoño de 1808, donde parte de los ejércitos españoles trataban de evitar que Napoleón recuperase todo lo que su hermano había perdido en el campo de batalla de Bailén en julio de ese año.
Esta vez la temible carga de lanceros polacos salió bien. Sortearon a la Artillería española, dispersaron a sus servidores y así lograron despejar el camino hacia Madrid.
No tuvieron tanta suerte algo más de dos años después, en mayo de 1811, en la Batalla de la Albuera, donde el mariscal Soult encajaría una estrepitosa derrota contra las fuerzas aliadas de británicos, portugueses y españoles que rechazaron a esa Caballería y al resto de las tropas napoleónicas, abocadas así a salir de aquel campo extremeño sin mejor resultado para colgar en el Arco de Triunfo de París y dejando tras de sí numerosos muertos y heridos a merced de la compasión de los aliados.
Pero los lanceros polacos tendrán ocasión de recuperarse. De hecho algunos de ellos acompañaron a Napoleón hasta el fin. Primero a Elba y luego a Waterloo
Es evidente, pues, que la fama de estos lanceros sobrevivió a todo el siglo XIX, alimentada durante las guerras napoleónicas y en revoluciones como la de 1830 (o contrarrevoluciones como la de la guerra contra la coalición de ucranianos y rusos, de 1919 a 1921), pero en los comienzos del XX dicha fama se desvaneció. Como siempre ocurre cada vez que el Romanticismo se enfrenta con las implacables maquinas modernas…