Por Carlos Rilova Jericó
Esta semana aprovecharé este nuevo correo de la Historia para tratar de un tema que ya ha ocupado este espacio en diversas ediciones. Es decir: el de explicar, en la medida de lo posible, el significado de expresiones que se siguen utilizando después de haber perdido su sentido original. Como, por ejemplo, “a palo seco”. O la que nos ocupa en este caso.
Esta expresión, mucho más olvidada que otras como la citada de “a palo seco”, está relegada casi a la esfera de los cultismos. Por otra parte, tiene al menos dos formas de conjugarse. Una es la que he puesto en el título, “lo dije para mi coleto”. Otra, más usual, sería “echárselo al coleto”.
Tanto en un caso como en otro, la clave, histórica, de esa expresión estaría en la palabra “coleto”.
El coleto no tiene nada que ver con el nombre popular de alguna parte del estómago humano. Como podría pensarse al oír la expresión “echárselo al coleto”.
Habrá, pues, que explicarlo. Al menos para quienes no son seguidores de las aventuras literarias de cierto apócrifo capitán español de comienzos de la época de Felipe IV, que ya saben que el coleto, era, en realidad, una prenda de vestir sumamente popular durante el siglo XVII y cuyo uso persistió, en algunos casos, hasta entrado el XIX.
Se trataba, en su origen diecisetesco, de lo que hoy consideraríamos un chaleco antitrauma y antibalas. Todo en uno.
En distintas variantes, el coleto era utilizado por soldados y oficiales a lo largo del siglo XVII para proteger el torso y las piernas hasta, más o menos, las rodillas según algunos modelos. Por lo general era una prenda sin mangas, aunque en la zona de los hombros podía llevar un par de refuerzos que cubrían parte de esa zona de los brazos.
Se elaboraba en piel de distintas calidades, endurecida por diferentes procedimientos, aunque permitiéndole mantener cierta flexibilidad que el cuero cocido -convertido así en coraza- ya no tenía.
Lo que se pedía a esa prenda militar era precisamente eso: flexibilidad y resistencia.
El objetivo final del coleto exigía que así fuera.
Por un lado, tenía que permitir al que lo llevaba, libertad de movimientos. Toda la necesaria, al menos, para un campo de batalla donde la lucha cuerpo a cuerpo, con arma blanca, era más habitual que en las guerras actuales.
Por otro lado, el coleto debía ser resistente porque su objetivo era proteger las partes más vitales de quien lo llevaba puesto. Esa protección debía ser contra estocadas y puñaladas. Pero también contra lo que la documentación de la época llamaba “balas cansadas”.
Este es un interesante problema de Balística. La “bala cansada” era un proyectil que había perdido la mayor parte del impulso que le había comunicado la pólvora prensada en el cañón de un mosquete o de una pistola. Normalmente la bala se “cansaba” -en el caso de un mosquete- a unos 80 metros, pues el máximo alcance efectivo de esas armas no solía superar los 100.
A partir de ahí, la bala perdía empuje y entraba en juego el coleto. Actuando como una especie de guante de béisbol, recogía el impacto suavizado de la bala impidiendo que hiriera, aunque fuera superficialmente, al hombre que lo vestía.
Esta era, pues, la función de los coletos. El hecho de que haya sobrevivido esta palabra en el habla común hasta hoy día, donde tejidos artificiales como el kévlar han dejado obsoleto ese viejo chaleco de piel endurecida, significa que era una prenda popular y bien querida.
Nada de que extrañarse, teniendo en cuenta que podía librar a su dueño de la muerte. O de heridas más o menos graves que, en muchas ocasiones, acababan también llevando a la tumba al que las recibía, dada la precariedad de los medios de curación de la época.
Echarse algo al coleto o hablar sólo para que te escuche tu propio coleto, revelan, evidentemente, que esa prenda era algo que transmitía seguridad y confort a quien la llevaba y que, de hecho, era algo tan fiable como para confiarle incluso los propios secretos.
Con el tiempo el coleto cayó en desuso a lo largo del siglo XVIII. Y eso a pesar de que las tácticas de combate no variaron demasiado durante esos años con respecto a la centuria anterior. Parece evidente que la vanidad, la Estética y la Moda tuvieron algo que ver en esto, porque el llamado “Siglo de las Luces” fue, en su primera mitad, uno de los que contó con más retratos de personajes importantes vestidos con armadura metálica. Un artefacto que podía considerarse aún más obsoleto e inútil, en el campo de batalla, que el coleto.
Que se sepa el uso de prendas iguales o parecidas al coleto diecisetesco, sólo persistió en unidades militares muy concretas. Por ejemplo, durante la segunda mitad del siglo XVIII entre los dragones españoles que combatían en la frontera americana más septentrional del Imperio, donde la Corte de Madrid entraba en conflicto con las naciones apache y comanche. Un uniforme, el de esos “dragones de cuera” españoles, que la República mexicana mantuvo hasta la primera mitad del siglo XIX sin apenas cambios.
Si han visto alguna de las películas del Zorro, en sus múltiples versiones, ya han visto la mayor parte de ese uniforme de los dragones de cuera: es el que llevan los soldados mexicanos que se baten -tan denodada como inútilmente- con el siempre triunfante Zorro.
En el Ejército británico, persistió hasta 1961 un regimiento, el Royal East Kent (hoy refundido con otros en el Princess of Wales´s Royal regiment), cuyo sobrenombre (los “Buffs”) -y parte del uniforme- recordaba el uso de esa prenda entre sus hombres durante el siglo XVII.
Posteriormente, en la versión para el Cine del magnífico relato de Kipling “El hombre que pudo reinar”, los dos aventureros protagonistas de esta fábula moral sobre el Imperialismo, rendían un homenaje a esta prenda. Vistiéndola sobre sus uniformes británicos de época victoriana desde el momento en el que se los ponían para hacer más oficial la conquista del casi mítico Kafiristán y lo que estuviera más allá.
Es en ese punto donde, de momento, se detiene la Historia de esa prenda que se ganó la confianza de muchos. Tanto como para guardar dentro de ella pertenencias muy apreciadas y así convertirse en protagonista de expresiones que indicaban que un coleto era un lugar seguro para guardar algo de valor. Como, por ejemplo, un secreto…