Por Carlos Rilova Jericó
En la última semana se han ido amontonando diversas efemérides históricas, todas de gran peso. Tanto que ha sido imposible dedicarles la atención que merecen en el correo de la Historia.
Así el día 16 de junio se cumplían ochenta años, exactos, de la muerte de uno de los padres fundadores de la Historia moderna como verdadera ciencia social: Marc Bloch. Dos días después, el 18 de junio, se cumplían los 210 años de la Batalla de Waterloo y el sábado 21 se celebraba un nuevo aniversario de la Batalla de Vitoria librada en 1813.
¿Sería imposible que esas tres fechas, históricas, estuviesen relacionadas? La respuesta a esa pregunta es verdaderamente interesante y a Marc Bloch, tal vez, le habría parecido un fascinante ejercicio de esa nueva Historia, científica, rigurosa, analítica, que él, junto con Lucien Febvre, estableció a partir del año 1929 en la llamada Escuela de los “Annales”.
Recapitulemos los hechos pues. Un 16 de junio de 1944, en efecto, Bloch moría, según nos narran biografías suyas como “Marc Bloch. Una vida para la historia” de Carole Fink. Una muerte que -parafraseando a Gabriel García Márquez- podríamos calificar de anunciada. Algo que curiosamente habría empezado a forjarse un 18 de junio de 1815 en Waterloo, tras la derrota, definitiva, de Napoleón.
Podemos buscar, en efecto, el origen remoto de la muerte violenta de Bloch en la disputa por el protagonismo histórico y político que surge, desde 1815, entre las potencias que dieron ese golpe definitivo. Algo sobre lo que se ha hablado demasiado poco a pesar de la importancia que tuvo en los acontecimientos históricos posteriores a lo largo de todo el siglo XIX. Fijemos pues nuestra atención en ese detalle sólo en apariencia irrelevante.
Hasta la fecha de hoy, de este 210 aniversario de la batalla, el reparto de esos méritos en esa derrota napoleónica definitiva, ha sido causa de disensiones más o menos graves. Así, los británicos, con Wellington a la cabeza, siempre han querido imprimir a la derrota de Waterloo un carácter marcadamente anglosajón. Empezando por el nombre del lugar de la batalla: Waterloo. De resonancias inglesas (no como el original de Mont Saint-Jean), pese a ser una palabra germánica, neerlandesa.
La trayectoria del periodista Bernard Cornwell -bien conocido en estas páginas del correo de la Historia- es todo un ejemplo de esa gestión anglosajona del hecho histórico que conocemos hoy como “Batalla de Waterloo”. Los libros de Cornwell, desde la serie de novelas del fusilero Richard Sharpe, hasta su ensayo sobre esa batalla de Waterloo, muestran muy bien el modo en el que los anglosajones, especialmente los británicos (como es lógico), se han apoderado de la narración de ese hecho histórico capital.
Los alemanes (la otra parte en discordia por ese mérito) tomaron una actitud similar y la han sostenido hasta hoy de manera incluso furibunda. Así, por ejemplo, el historiador Peter Hofschröer escribió hace veinte años un voluminoso libro sobre Waterloo destinado, principalmente, a demostrar que la intervención del Ejercito prusiano fue esencial, fundamental, para la derrota napoleónica…
Esta tensión, desde hace dos siglos, entre británicos y germanos por el mérito de haber destruido las ansias de supremacía francesas en 1815, es tan sólo el tardío reflejo de una lucha (aún más feroz) entre británicos y germanos por el control -o al menos la monitorización- de Europa (y a través de ella del resto del mundo) desde aquel 18 de junio.
Gran Bretaña, desde su insularidad, siguió tenazmente desde entonces su línea de acción habitual hasta hoy mismo. Es decir: aprovechando ese golpe de efecto bélico de Waterloo, tutelar a Europa continental desde lejos, tratando de evitar la formación en ella de un bloque unido que perjudique sus intereses particulares.
Alemania, representada primero por Prusia, iniciará a su vez un crescendo desde ese 18 de junio de 1815 en adelante para autopersuadirse y persuadir al resto de los europeos de que era a ella, a la gran Alemania encarnada en Prusia, a quien le correspondía dirigir los destinos de Europa. Pues ella, y sólo ella, la había salvado de las malévolas ansias de supremacía francesa.
A ese respecto la Política desarrollada por Otto von Bismarck entre 1861 y 1871 no deja dudas. Berlín quiere marcar desde entonces el paso a los europeos. Castigando duramente a los díscolos a ese designio por medio de una cada vez más eficaz y arrolladora maquinaria militar. Así ocurrió con los daneses, los austríacos y finalmente, de nuevo, los franceses.
Los biógrafos de Bismarck, como Pedro Voltes, resaltan que el famoso canciller de hierro no quiso ir más allá de esa tutela. Pero ese no fue el caso de los que tomaron después las riendas del poder en el Reich alemán. Así el rebelde pupilo de Bismarck, el káiser Guillermo II, quiso finalmente ser una especie de Napoleón germánico, provocando una guerra mundial que condujo al desastre a ese mismo Reich fundado por Bismarck y, a partir de ahí, facilitó el ascenso de un personaje siniestro como Hitler. Admirador confeso, en su “Mein Kampf”, de eso que él llamaba “Imperio de Bismarck”, pero deseoso de llevarlo a sus últimas consecuencias, tratando de enmendar la cortedad política del canciller de hierro y la mala fortuna de Guillermo II en la Primera Guerra Mundial.
Hitler, animado así por esa voluntad, por ese designio que prende su primera llama en 1815 en los campos de Waterloo, logrará al fin esa supremacía sobre Europa. Al menos entre 1940 y 1944. Cuando ocupa o sojuzga a todo el continente. Aplastando toda oposición a ese designio con una dureza que habría hecho palidecer a su tan admirado Otto von Bismarck. En esa lucha precisamente caerá el historiador Marc Bloch. Abatido el 16 de junio de 1944 por las balas de los verdugos de la Policía política de Adolf Hitler. El heredero final de la victoria prusiana en Waterloo que hizo de aquel país -más bien anodino- una potencia con aquellas aspiraciones de pastorear (por las buenas o por las malas) a toda Europa.
Una arrogante postura si la miramos en perspectiva histórica y consideramos que aquella Prusia de 1815 pudo, en efecto, derrotar a Napoleón en Waterloo (hombro con hombro con los británicos) pero hasta dos años antes, a finales de 1813, había sido una completa nulidad en las guerras napoleónicas. Tras las derrotas de 1806 y 1807, será un país ocupado por tropas francesas que no se atreverá a desafiar de nuevo a Napoleón hasta que británicos, portugueses y españoles (aparte del “general invierno” ruso) hayan desgastado lo suficiente a los ejércitos napoleónicos…
Y es así, según esa secuencia real, objetiva, de hechos históricos, como se concatenan esas tres efemérides históricas: la de la Batalla de Vitoria, la de Waterloo y la muerte de Marc Bloch en 1944. Un 21 de junio de 1813, en España -no en Gran Bretaña, ni en Prusia- un ejército aliado de portugueses, británicos, españoles y, entre otra variopinta mezcla, unos pocos refugiados prusianos, derrotan al fin de manera sustancial al Ejército francés. Eso facilita en el otoño de 1813 que, también al fin, Prusia se atreva a desafiar al debilitado Napoleón para, junto con rusos, suecos y austríacos, derrotarlo en Leipzig. Sólo por esa vía (y no por ninguna otra) Prusia llega a ser parte esencial en la derrota del Primer Imperio francés en Waterloo el 18 de junio de 1815.
Tan poca cosa -en términos históricos- llevó, sin embargo, a las infladas pretensiones políticas de Bismarck que alentaron las aún mas arrogantes de Guillermo II y, finalmente, las demenciales de Adolf Hitler que arrasarían Europa. Incluyendo en ese cataclismo mentes tan brillantes, tan necesarias, como las de un Marc Bloch ejecutado el 16 de junio de 1944 en una cuneta francesa. Diez días después de que nuevas tropas aliadas desembarcasen en Normandía para acabar con esa pesadilla aventada por la sobrevenida victoria prusiana de 18 de junio de 1815 en Waterloo…
Vistas las cosas así, en esa perspectiva histórica, parece que las pretensiones prusianas, alemanas… tras esa fecha, se basaron más en la fuerza que en ninguna clase de razón lógica. ¿O acaso hubiera sido lógico, en 1914 o en 1940, ver acorazados españoles con nombres como Freyre o Mendizabal, en lugar de Gneisenau o Bismarck, desplegados para proclamar a Europa que España debía dirigirla porque generales españoles como esos habían contenido o derrotado a los ejércitos napoleónicos en 1809, 1812, 1813, mientras Prusia temblaba bajo la ocupación napoleónica…? Vistas las cosas así, ni siquiera parecen razonables las altivas pretensiones británicas de ser la tutora -aunque a distancia- de Europa por la victoria de Waterloo, ¿no es cierto?…
Toda una lección de Historia que Marc Bloch podría haber llegado a escribir, tal vez, algún día de no haber sido ejecutado por la Gestapo alemana un 16 de junio de 1944. Hecho que bien podríamos ver como el último resultado de esa perversa, infundada, lógica histórica de 1815.