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Carlos Rilova

El correo de la historia

Historia de un hombre obstinado: Napoleón en Somosierra

Por Carlos Rilova Jericó

Esta es ya la tercera semana en la que el correo de la Historia trata sobre Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses. Es obvio, pues, que como personaje histórico puede resultar muy inspirador. Y dar mucho de qué hablar. De su novela favorita, por ejemplo. O de lo que escribían en esa época quienes estaban lejos de los muchos campos de batalla con los que se cubrió Europa en aquellas guerras con las que el Corso trató de conquistar el continente -y acaso el mundo- para la burguesía francesa que lo había convertido en su ídolo.

Uno de los menos famosos de esos campos de batalla (al menos fuera de España) es el del puerto de Somosierra que abre paso hacia Madrid. Pese a esa escasa fama, que palidece ante Austerlitz o Waterloo, es, sin embargo, difícil conocer esa batalla (como es deber de todo historiador que ha trabajado sobre esos diez fulgurantes años, de 1805 a 1815) y no pensar en ella cada vez que se va, en invierno, camino de la capital de España atravesando esa autovía, cómodamente sentado en un coche con la calefacción encendida y viendo caer aguanieve a través de ventanillas herméticas.

Lo que ocurrió allí, en Somosierra, un 30 de noviembre de 1808 fue muy distinto. Y tan arduo que lleva inevitablemente a pensar que Napoleón Bonaparte, sobre el que tanto se ha escrito, se ha pintado, se ha filmado, se ha meditado… era, entre otras muchas cosas, un hombre realmente obstinado.

Algunos de sus numerosos biógrafos lo han descrito como una pequeña dinamo. Es decir: alguien que no podía estar en reposo nunca. Se dice así que para él una buena noche de sueño equivalía tan sólo a unas cinco horas y que para gobernar su vasto pero efímero imperio era capaz de dictar a un mismo tiempo varias cartas a varios secretarios.

Evidentemente Napoleón era un hombre, sí, de temperamento nervioso, energético más que enérgico, y sin duda obstinado. El puerto de Somosierra, en invierno, lo recuerda de una manera inevitable, en efecto. La batalla que se da allí a finales del mes de noviembre de 1808, es la plasmación, terrible, de ese carácter humano capaz de galvanizar y dirigir la voluntad de miles de hombres que entraban en batalla dando vivas a ese emperador en tantos otros campos de batalla como aquel puerto que llevaba, y lleva, a las puertas de Madrid.

El 30 de noviembre de 1808 Napoleón trataba de lavar allí, con sangre, una afrenta casi personal: la derrota de uno de sus flamantes ejércitos, el de Dupont, en julio de ese mismo año, en Bailén

Algo inaudito, algo que nadie esperaba en aquella Europa atribulada desde tres años atrás por las que ahora llamamos “guerras napoleónicas”.

Como dice Ricardo García Cárcel en su obra magna sobre el tema, “El sueño de la nación indomable”, el primero en no esperar esa derrota en los campos de Bailén era aquel emperador francés que pensaba (en las propias palabras de ese profesor) que la conquista de España sería pan comido.

Se suponía, como también constata ese libro de García Cárcel, que el Ejército español de aquellas fechas no era precisamente de los mejores de Europa. De ahí la sorpresa por lo ocurrido en Bailén. Porque esas tropas por las que nadie daba nada en las cancillerías europeas, habían derrotado y capturado a todo un Ejército del gran Napoleón. Algo que llevaban años intentando austríacos, prusianos, rusos… que se suponía tenían los mejores y más poderosos ejércitos europeos.

Así Bailén brilla en las gacetas de Europa con un brillo que eclipsaba otros nombres ya famosos como Austerlitz, Jena, Eylau… donde el genio de aquel hombre obstinado, Napoleón, había refulgido antes en todo su esplendor.

Bonaparte, evidentemente, no podía soportar que tras esas victorias sobre enemigos tan eminentes un país, España, que él quería creer atrasado, desahuciado, acabado… le demostrase lo equivocado que estaba y reavivase el fuego de la resistencia europea al comprobarse que los ejércitos de la Francia napoleónica podían ser vencidos.

Airado Napoleón por todo esto, se decide, pues, a dar un escarmiento a esa España que lo ha ridiculizado, que ni siquiera está unida sino dividida entre partidarios del cambio de dinastía de los Borbón a los Bonaparte. Prácticamente sumida en una guerra civil que, de momento, van ganando los partidarios de la legitimidad traicionada por Napoleón.

Sin embargo las grandes expectativas que ha despertado esa victoria de Bailén, pronto se verán defraudadas. Esa España dividida, en la que impera la confusión dentro de esa resistencia legitimista, mal organizada, con un país ocupado ya en parte con las tropas francesas dentro de su territorio y apoderadas de formidables plazas fuertes y de sus arsenales, sucumbirá pronto ante el genio táctico de Napoleón y la masiva llegada de refuerzos de tropas frescas y bien fogueadas -victoria tras victoria- en la Europa continental. En esos grandes escenarios, de Jena, de Austerlitz…

Tudela, Gamonal… son nombres de batallas ganadas por ese Napoleón furioso que viene a demostrar que lo de Bailén había sido, como mucho, una afortunada casualidad. Un golpe de suerte abonado por el hecho de que Dupont -obviamente- no es Napoleón.

Sin embargo la España legitimista no se rendirá, obligando al emperador de los franceses a seguir avanzando, arrollando a los ejércitos que aún se atreven a hacerle frente. Y eso a pesar de que el invierno de 1808 a 1809 será un anticipo de lo que tres años después la obstinación de Bonaparte tendrá que soportar en Rusia y que sellará su destino fatal junto con la que él llamará “maldita guerra de España” en su famoso “Memorial de Santa Elena”.

En 1808 las temperaturas, ya en noviembre, caen bajo una ola de frío polar de las habituales en el cuadrante Norte español. Ejércitos españoles y británicos se baten en retirada bajo lluvia helada, aguanieve y una nieve que mata tanto como la Caballería ligera francesa que los persigue.

Con todas esas fuerzas, como una mancha de tinta roja, se extiende el furor de la venganza de Napoleón sobre esa España que lo desafía, que lo ha ridiculizado ante una Europa que, hasta julio de 1808, temblaba ante su sola sombra.

En Somosierra le espera otro ejército español, que pretende cerrarle el paso hasta la capital de ese reino que ha entregado Napoleón a su hermano José. Hay allí mosquetes y cañones que apuntan, cuesta abajo, hacia los pasos por los que van a avanzar las columnas azules del ejército de Napoleón.

Pero nada detiene ese avance, ni las temperaturas heladoras, ni la niebla que oculta los pasos, ni la metralla que los cañones españoles lanzan sobre lo más selecto de las fuerzas napoleónicas. Esos lanceros polacos de la Legión del Vístula que idolatran a ese emperador que lo mismo aplasta naciones como España que saca a otras, como Polonia, de debajo del yugo de imperios como el ruso, el prusiano, el austríaco…

En medio de todos ellos avanza el emperador, vestido con su redingote gris y su sombrero negro, los objetos que lo distinguen de cualquier otro general o mariscal de las guerras napoleónicas, que lo destaca entre tantos uniformes bordados y entorchados en hilo de oro.

Y la obstinación da resultado. Madrid cae, abre las puertas indefensa y capitula. Los legitimistas abandonan, huyen hacia Andalucía, los afrancesados respiran aliviados y vitorean a ese Napoleón, a ese hombre obstinado, que creen es la gran esperanza para España y el resto de Europa.

El testimonio de los sucesos del 30 de noviembre de 1808 queda así ahí, como un hito más en la epopeya napoleónica. Puede verse bajo esa luz, pero tampoco estaría mal que recordemos, al pasar por el puerto de Somosierra, al leer o ver algo relacionado con las guerras napoleónicas, que allí un hombre obstinado obtuvo un triunfo aplastante que, sin embargo, en apenas cuatro años, no le iba a servir de mucho, enfrentado a hombres aún más obstinados que él. Seguros de que defendían una causa más justa que la de aquel genio llamado Napoleón.

Un paseo por el pasado

Sobre el autor

Carlos Rilova Jericó es licenciado en Filosofía y Letras (rama de Historia) por la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco. Desde el año 1996 hasta la actualidad, ha desarrollado una larga carrera como investigador para distintas entidades -diversos Ayuntamientos, Diputación de Gipuzkoa, Gobierno Vasco, Universidad del País Vasco...- en el campo de la Historia. Ha prestado especial interés a la llamada Historia cultural y social, ahondando en la Historia de los sectores más insignificantes de la sociedad vasca a través de temas como Corso y Piratería, Historia de la Brujería, Historia militar... Ha cultivado también la nueva Historia política y realizado biografías de distintos personajes vascos de cierto relieve, como el mariscal Jauregui, el general Gabriel de Mendizabal, el navegante Manuel de Agote o el astrónomo José Joaquín Ferrer. Es miembro de la Sociedad de Estudios Vascos-Eusko Ikaskuntza


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